El informe colectivo con el que la fiscalía ha presentado sus conclusiones en el juicio del procés ha sido contundente: lo que hubo, según los fiscales, fue una rebelión en toda regla, con el afán de desmontar el orden constitucional -y no sólo de alterar el orden público-, con una violencia suficiente -y aceptada de antemano por sus líderes- y sin que el hecho de que no lograra su objetivo de echar abajo la legalidad española en el rincón nordeste de la península Ibérica sea óbice para entender que se consumó el tipo delictivo. Es decir, que de tentativa, nada.
Quizá es lo que toca y le incumbe al Ministerio Público en este proceso, en el que se enjuicia posiblemente el más severo desafío que ha sufrido nuestro orden constitucional, en tanto que se condujo desde las propias instituciones del Estado en la comunidad autónoma de Cataluña -la Generalitat- y con el concurso, por omisión y en algunos casos por acción, de un cuerpo de seguridad que cuenta con 17.000 agentes armados.
Esta conducta fue de indudable gravedad y desembocó además en una declaración unilateral de independencia -fingida o no, quien la hizo no daba muchas pistas para discernirlo-. Ahora bien, que sea subsumible en grado consumado en ese durísimo tipo penal que conocemos como rebelión, es cuestión abierta a controversia, entre otras cosas por la exigua jurisprudencia que, por fortuna, se ha generado en su aplicación.
Si alguno de sus elementos aparece dudoso, el principio in dubio pro reo exige al tribunal buscar otra norma para calificar los hechos; y si estos elementos concurren pero hay dudas sobre el despliegue idóneo o completo de alguno de ellos -por ejemplo la violencia-, no es descabellado pensar que la tentativa, con moderación de la pena aplicable, sea una opción que pueda plantearse el tribunal.
Ahora toca a las defensas erosionar los argumentos de los fiscales. Con alegatos de orden técnico, a ser posible razonados y fundados en Derecho, y no en el hooliganismo secesionista, la alteración de la realidad patrocinada por TV3 o el pensamiento mágico que atribuye a la catalanidad la más amplia panoplia de virtudes públicas y privadas y a la españolidad un cúmulo de miserias, de índole moral, intelectual y política.
Mal vamos, de momento, cuando la amable emisaria del prófugo de Waterloo ante Felipe VI, la exconsellera Laura Borràs, tras decir que viene a ofrecer diálogo, se permite retuitear a quien escribe algo como lo que sigue: "Se confirma una vez más que España y Cataluña son dos realidades absolutamente diferentes. Cataluña es un país de ciudadanos y España un país de súbditos y de vasallos". (Puede ahora deshacer el retuit, pero ya está leído y capturado). Será muy difícil argumentar, desde ese supremacismo ebrio, que no se trató de desbaratar el orden constitucional español.