Madrid es la ciudad donde peor se desayuna del mundo. Es un desahogo que estaba deseando escribir, la verdad, un grito desesperado a la industria hostelera madrileña, que tanto me da de noche y tanto me quita por la mañana: la tostada de pan bimbo no es una tostada.
Este drama no recibe portadas porque no interesa hablar sobre él. A Madrid le funcionan los bares y desayunar parece ser la última prioridad. Toda la atención está puesta sobre las terrazas —terracitas—, como si sirvieran para algo sin un buen desayuno. Hay un esfuerzo sobrehumano por convertir Madrid en la sede internacional del cilantro y los nachos, pero nadie mueve un dedo por reivindicar los churros del día.
Los periódicos dirigen sus informaciones para hacernos olvidar que se está perdiendo en la capital de España una de las bases de Occidente. La civilización está sostenida por un mollete de Antequera, el regalo que nos dimos para expandir la hora del domingo o hacer más pequeño el vacío del lunes.
Los mass media suelen hablar del desayuno en genérico —los desayunos, el desayuno— como si el ideal fuese esa representación funesta de la primera comida que empieza y acaba en el zumo de naranja, en la bollería industrial, en el café aguado, el páramo que dejan los caterings a su paso cuando sirven a políticos.
Había un desayuno esperándome en la puerta cuando rompí definitivamente con los Chocapics. A veces prefiero acostarme con hambre, diseñándolo. La aspereza de Madrid ha hecho que mi despensa vaya cogiendo hechuras de santuario. Le rezo al dulce y al salado, al agua y al batido de frutas, al café y al Colacao. Queso, chorizo, piscos de jamón o lonchas de pavo interpretan la sinfonía, un pequeño banquete donde las cosas se ordenan solas. A la vida no le pido mucho más que repetir este ritual hasta que no pueda sostener el cuchillo. Suelo ponerme nervioso si salgo de casa sin una cafetería de cabecera donde arrancar la mañana: en Madrid no existe.
Voy a cumplir seis años viviendo en esta ciudad despiadada que no da bien de desayunar. Tener un proyecto de vida en la Bosnia de las baguetes con tomate no parece lógico. Vagabundeamos muchos clientes decepcionados con la misma tortilla, repetida de barra en barra. La actitud de los camareros es dictatorial. Aquí se desayuna así, parecen decirnos, arrojándonos la monodosis de mantequilla.
Existe una omertá espesa, víctimas del horrible crimen de rellenar las botellas de aceite. No hay tampoco zurrapa. Los bares de siempre están acomodados en el menú de cocido. Los nuevos cobran el decorado, como si en realidad alquilaras el local para una sesión de fotos y no para estirar los primeros diez minutos de la jornada leyendo el futuro en las migas del pan. Acabaremos mojándolo en guacamole, por contentar a la industria que lamina la mejor costumbre: romper el ayuno de la noche mientras cae la gota de virgen extra rodando hasta el codo.