Los cuerpos empiezan a despojarse de la maraña del abrigo hibernal, llega el calorazo y con él, la publicidad de ropa fresquita. Cómo nos gusta plantarnos las sandalias y salir a la calle con un simple vestido. Qué fácil. Todo bien hasta aquí.
Todo bien hasta que empiezas a leer la publicidad de alguna marca de ropa femenina que te cuenta que “si buscas un modelo cómodo, que sume unos centímetros a tu figura y que además disminuya el contorno estás de suerte, porque blablablá.”, y además que “en la parte de la cintura es más ajustada y potencia todavía más el efecto estilizador de la prenda”, aderezado todo con unos cuantos “disimular alguna imperfección”, “si no quieres enseñar tanto porque todavía no estamos tan bronceadas” o “si queremos disimular algo de barriguita o las caderas”.
Y podría seguir hasta la eternidad recitando una sarta de despropósitos sin parangón. Porque la ropa ya no es ropa, señores: la ropa es algo que las mujeres usamos para ocultar este amasijo desastroso que somos. Sí, somos imperfectas. Todas. Y esa imperfección se basa en tener, por un lado, barriga y cadera. Esas cosas que nos han salido en el cuerpo para o por haber parido. O no, qué más da. El caso es que se tiene que disimular sí o sí, porque, de lo contrario, no solo seremos imperfectas, sino que todo el mundo lo verá. Y de ahí a la debacle mundial, un paso.
Lo del bronceado es harina de otro costal. Aquí hay un ente misterioso que ha decidido que en verano una se pone morena. Y punto. Si no te gusta la solana, te jodes, porque enseñar pierna blancuzca es lo peor del planeta. A la imperfección de las carnes sobrantes se le añade la de las que huimos del melanoma.
Nadie te ha preguntado cuánto mide tu contorno o si te apetece disminuirlo. Nadie sabe si mides metro ochenta, si te sientes a gusto con ello, si mides uno cincuenta y eres más feliz que una perdiz con tu tamaño. Seas como seas tienes que aspirar a más altura y más delgadez. Lo ha dicho el mismo que aboga por el bronceado estival masivo. Un sabio.
Como, tras leer el segundo anuncio, se me quitaron las ganas de seguir, no llegué al que habla de nuestros pechos, que lo hay, seguro. Caídos, demasiado pequeños o demasiado grandes. Lo mismo con esas camisetas de media manga que tapan las tremendas flaccideces de nuestros brazos. Y los muslámenes, ay los muslámenes: llenos de piel de naranja, qué asco.
Curiosamente, cuando una se asoma a los anuncios de ropa masculina, solo se habla de ropa. Ahí no hay imperfección alguna. Ni barrigas, ni calvicies, ni flaccideces. Normal, de todos es sabido que la media nacional es algo parecido a Andrés Velencoso, centímetro más, centímetro menos.
Todo quedaría en una anécdota más o menos graciosa que comentar de terraceo con las amigas, de no ser por esa plaga silenciosa que nos fastidia la vida a base de bien, por ese qué dirán que nos aplasta y nos destroza. Empezamos por mi cuerpo para pasar al qué dirán si me divorcio de una pareja con la que no soy feliz, qué dirán si dejo mi trabajo aburrido y me dedico a algo creativo, qué dirán los que no me han visto en su vida y se permiten hablar sobre mi cintura, mi cara, mi culo sin que yo haya preguntado su opinión.
De aquellos barros, estos lodos. Y estas frustraciones. Y estas inseguridades. Y este necesitar escondernos porque si no cumplimos unos estándares que no sabemos ni cuáles son, nos sentimos pequeñas. Y, si somos pequeñas, otros se hacen grandes a nuestro lado, opinan cada vez más y nosotras cada vez menos.
Y así nos va.