Esta semana “revisioné”, como dicen los cursis, Una pistola en cada mano, una película magnífica de 2012 del cineasta Cesc Gay, ese tipo que retrata como nadie el silencio de los hombres, quizá porque el suyo propio le parezca ensordecedor. Durante el cigarro de después pensé que debería regalársela a mi padre, a mi hermano, a mis amigos y a algunos amores, para que en apenas hora y media viesen pasar por delante de sus ojos una comedia dramática sobre su gestión de los afectos: una calamidad.
Era entrañable, no obstante, y profundamente turbador, cómo las historias de esos ocho hombres del filme -rondaban los cuarenta, estaban perdidos, fumaban, engañaban, acudían a psicólogos, deseaban a destiempo, les nacían cuernos, fanfarroneaban, recogían sus cosas en cajas: lo normal- tenían en común un hilo conductor poderosísimo: la incomunicación.
Ya se podía estar agrietando el viejo imperio, que no había forma de que enseñaran las cartas. De que dijeran “me duele aquí”, o “una vez golpeé a mi mujer”, o “no se me pone dura”, o “siento celos”, o “tengo miedo de las cosas que no se ven”, o “quiero follar contigo sin que se entere nadie”, o “llevo veinte años con mi esposa y no conozco su opinión sobre las alfombras”. Todo sucede mientras ellos callan, disimulan, ocultan parcialmente, despistan, trampean, se avergüenzan y se arrepienten sin hacer mucho ruido -con lo escandalosos que son para otras cosas-. Ríen los hombres, como si la vida fuese fácil, cualquier entuerto lo arreglan con dos chanzas y una buena hostia en el omóplato en forma de saludo.
Todo se aplacará si no se nombra: el silencio es un escondite. Verbalizar la verdad hace que los problemas tomen cuerpo: yo les entiendo. Me recuerda a cuando mi amiga M., meses después de dejarlo con su novio de cinco años -sin haber llegado jamás a aclarar el porqué de este bache o el de aquel tumulto interior-, se encontró de pura potra, navegando por internet, un Wordpress en el que el tolai exorcizaba todos sus males: ya manda cojones que tengas que encontrarte en la red tu relación como nunca te la han contado.
Pero lo auténticamente terrorífico no es ya que no aborden sus moviditas sentimentales con sus parejas, sino que ni siquiera se conozcan bien entre ellos. Los hombres se revelan sus vainas con brocha gorda, quitándole hierro a los asuntos, sin exponerse del todo, sin reconocerse vulnerables, sin desvestirse en el detalle, que es donde dicen que vive el diablo: les admiro, en el fondo, no sé cómo aguantan sin supurar el veneno, sin sacarse el corazón arterioso y dejarlo muerto al lado de un pacharán y un cenicero, sin llorar a moco tendido en una terraza por algún dramita del primer mundo. Luego se preguntarán por qué están tan irascibles, por qué siempre al borde de la crisis definitiva, por qué sólo resucitan cuando eyaculan. Ya se lo digo yo: porque no hablan.
No es culpa suya, no del todo: vienen aleccionados, los pobres, desde el lejano parvulario. Mientras nosotras hemos sido educadas en -el también terrible, pero de otra manera- sobreanálisis del amor, ellos pasan de puntillas verbalmente por sus enchochamientos, por sus frustraciones sexuales, por sus hastíos conyugales y por sus previsibles divorcios.
Eso sí, les queda un as maravilloso que es aún un descubrimiento moderno: las amigas mujeres. Quizá el mejor invento del siglo XX para ellos, después de la píldora. Quizá el gran vaso comunicante del feminismo actual. Con nosotras hablan, con sus colegas tergiversan. Con nosotras se abren, con ellos compiten. Aquí encuentran a las hembras empáticas y confidentes que no forman parte de sus problemas, sino que les ayudan a masticarlos. Como diría la fabulosa Candela Peña en Una pistola en cada mano: “A mí no tienes por qué mentirme: no soy tu mujer”.