Así, de repente, puso sobre la mesa el libro inédito que le había desbaratado toda una vida. “Mira, lee, sólo si te interesa, eh”. Y leí. Eran una especie de memorias. En el primer capítulo, ella definía su existencia con una máxima tan común como aterradora: “He dejado escapar a quienes me hacían feliz. Mantuve a mi lado a personas que me querían, pero a las que no quería; a las que no amaba”.
El párrafo, de una sinceridad atroz, incluía entre corchetes los nombres propios de esos amores que un día llegaron, pero que dejó en la estacada para no prolongar una doble vida; para no desatar una ruptura. “Joder”, le dije sin ser capaz de musitar algo más elaborado. “Aquí está todo tal y como lo siento”, me respondió.
Esas memorias, salpicadas de fotos, estampadas en un rudimentario documento de Word, fueron fruto de la enfermedad. “No pude salir de casa durante más de un año. Me senté y, sin haberlo hecho nunca, empecé a escribir”. Desde la niñez hasta la arruga. Desde la inofensiva patria de la infancia hasta la claridad resignada de la vejez -pasando por el vértigo de las decisiones irrevocables que llegan con los treinta-.
La escena transcurrió en un piso a orillas de una estación de tren. Los vagones llegaban y marchaban, como los personajes de su autobiografía. Nos acabábamos de conocer. Al principio, me inquietó que me mostrara esos secretos que todo el mundo alberga, pero que nadie escribe. Quizá consciente de mi asombro, evocó el instante que desnudó sus memorias. Su marido llevaba meses rumiando qué narices tecleaba.
-Quiero leerlo.
-¿Estás seguro? Es la historia de mi vida.
-Claro, ¿qué más da? Lo sé todo de ti.
-No, no lo sabes… Pero, si quieres, adelante.
Al día siguiente, cuando ella salió del baño, él ya no estaba. Nunca volvió. Siguen divorciados. Hay libros que son inéditos porque deben serlo sólo a ojos de una persona. Cuando ésta les hinca el diente, publicarlos carece de vértigo. Por eso, imagino, le dio igual que yo leyera. Se la traería al pairo que lo hiciera otro.
Cuando uno se topa con un texto así, se da cuenta del poder de la escritura. Percibe con nitidez el carácter práctico de las letras. Y lo que es peor: advierte que casi nada de lo que corrientemente se publica es sincero. Los diarios, los poemas, las novelas, las cartas, los post en Instragram, en Facebook… Son mimbres de la persona que se mantiene oculta para sobrevivir; para salir indemne de su matrimonio, de sus amistades y de su curro. No hay relación posible con un texto como aquel, encuadernado en una copistería de barrio cualquiera.
La literatura, incluso en sus obras maestras, suele entrañar un alto componente de maquillaje, de escenificación. Narrar como un kamikaze desencadena abismos en todos los afectos. Pero la mirada de ella... transmitía un sosiego en llamas, escondía una atracción irrefrenable. Sonreía encumbrada en una ciudadela de paz.