Hasta la fecha, y dejando aparte el circo organizado en las semanas anteriores a la dimisión de la antepenúltima titular de la presidencia de la Comunidad, en la Asamblea de Madrid no se registraba una actividad política de especial interés. Ni el perfil de sus señorías, ni la inercia de un gobierno controlado desde hace ya un cuarto de siglo por los mismos, favorecían, la verdad sea dicha, un debate que pudiera arrastrar multitudes.
Algo, sin embargo, ha cambiado con la llegada a la cámara de dos portavoces inéditos, cuya intensidad y cuya destreza oratoria se unen a la rabiosa novedad que ambos representan en el mapa político madrileño, al que sus respectivas formaciones aportan una dosis de emocionante desequilibrio. En el debate de investidura sin candidato al que investir —genial ocurrencia del presidente de la Asamblea— pudimos escuchar cómo todos los grupos tomaban posiciones frente a la situación de bloqueo para la formación de gobierno. Y mientras los demás optaban por la previsibilidad, los eufemismos o las medias palabras —o todo a la vez—, estos dos oradores lograron brillar con luz propia.
Es interesante, en términos políticos y retóricos, constatar que quienes mejor hablan en un debate son dos candidatos por los que a uno le resultaría difícil votar. Y lo es porque muestra hasta qué punto la política española actual sufre un desajuste importante entre las expectativas de quienes votan y las bazas, los argumentos y el desempeño de quienes reciben el voto. Lo es, también, porque muestra hasta qué punto quienes deberían por la aritmética de sus escaños y el peso de sus responsabilidades capitanear o contribuir a capitanear la nave se empantanan en contradicciones y consignas que los vuelven inoperantes para la gobernación de los asuntos públicos, dejando que aquellos que tienen menos votos se apoderen del discurso y lo encarrilen, con eficacia, hacia sus minoritarios y hasta divisivos intereses.
Fueron Rocío Monasterio e Íñigo Errejón, portavoces de Vox y Más Madrid —esto es, dos fuerzas sin capacidad de dirigir la comunidad, dada la fuerza actual de su electorado—, los que, cada uno desde su posición, se expresaron con mayor claridad, serenidad y coherencia. No sólo se les entendió todo, guste más o menos lo que cada uno propone, sino que acertaron a exponer las cuestiones clave del momento, mientras que otros optaban por un discurso huidizo, confuso y hasta inconsistente con una realidad que es la que es y que demanda retratarse y dejar de escurrir el bulto y alzar pantallas tras las que esconderse.
Curiosamente, o no, los más interpelados por el discurso de ambos fueron los mismos: los diputados de Ciudadanos, que mal que les pese van a tener que ir decidiendo qué quieren ser de mayores y aprender a defenderlo ante los madrileños.