"Se les ha ido la mano con el agitprop", me decía ayer el tuitero Taifas y la columna podría acabar aquí porque no queda mucho que añadir. El problema de arrojar napalm mediático sobre PP y Ciudadanos, que es lo mismo que decir sobre sus votantes y sus ideas, es que te deja a solas sobre las cenizas con Unidas Podemos, ERC, PNV, EH Bildu, JxCAT y el Amancio Ortega de las Anchoas. Que es muy probablemente lo que desean los militantes del PSOE, aunque está por ver que sea lo que desean los votantes del PSOE.
"Con Rivera no" le cantaban los militantes a Pedro Sánchez la noche de las elecciones como si el Parlamento español ofreciera el surtido de productos de un supermercado alemán. Como si a la izquierda del PSOE estuvieran Barack Obama, Willy Brandt y Valéry Giscard d'Estaing en vez de Pablo Iglesias, Irene Montero, Gabriel Rufián y Mertxe Aizpurua. Esa banda a la que ningún español en sus cabales confiaría no ya las finanzas de su familia, sino un Ministerio de Economía de los Cuidados, sea lo que sea ese engendro.
A la derecha del PSOE el aire es más limpio y por ahí pululan los muy moderados Pablo Casado y Albert Rivera, dos hombres cuyo programa electoral es más socialdemócrata que el de los socialdemócratas. ¿Pero qué militante del PSOE escogería negociar con ellos cuando tienen a su disposición a Aitor Esteban y Jaime Alonso-Cuevillas, ese Paco Martínez Soria catalán que se pide ristrettos en cafeterías de batalla confirmando la idea que se tenía en Castilla de los catalanes en 1714? Busquen, busquen.
"Puestos a pactar con la derecha de Casado y Rivera", deben de pensar los militantes del PSOE, "vayamos a su extremo, al carlismo rusticano vasco y catalán". En inglés, go hardcore. Recuerden que se trata de la misma militancia que votó a Pedro Sánchez porque Susana Díaz le parecía poco menos facha que Carmen Polo.
Ya van dos veces que Pablo Iglesias planta en el altar a Pedro Sánchez, pero eso da igual porque el militante socialista es el único español que tropieza dos veces con la misma novia estalinista con ínfulas, así que es incluso probable que vayan a por trillizos para salvar una relación que nació rota.
En 2016, la excusa fue que a Iglesias le molestaba Ciudadanos y el capitalismo y el IBEX y la Constitución y la pachamama. Tres años después no está Cs, pero sí las ambiciones de Irene Montero, que hasta el mismo Napoleón Bonaparte calificaría de excesivas dados los méritos reales de la aspirante.
Claro que Sánchez pasó de esconder urnas tras las cortinas a presidente del Gobierno, así que quién es él para afearle un currículo escaso a nadie. Dejémoslo en que Sánchez se avergüenza de Podemos y con razón porque necesita sus votos, pero hasta él, ¡hasta él!, es consciente de que con esta gente no se va a ningún lado serio. Sólo hay que ver el estercolero que es Barcelona hoy tras apenas cuatro años en sus manos.
Dije el miércoles que la carrera política de Pedro Sánchez es todo relato. Este PSOE, el de Iván Redondo, está resultando ser excepcionalmente hábil en eso de satanizar a la competencia, aunque pésimo gobernando y lamentable negociando, incluso cuando todos los ases están en su manga. La irresponsabilidad de dejar a España sin Gobierno a las puertas de la sentencia del procés es casi delictiva, aunque sólo un poco menos de lo que lo sería dejarla con ministros de Podemos.
Me quedo con el regusto amargo de no haberme mantenido firme hasta el final en mi intuición inicial, que era la de que Redondo no deseaba un acuerdo con Unidas Podemos sino culparle del fracaso de la investidura y finiquitar a Iglesias en unas segundas elecciones, probablemente utilizando como ariete a un Errejón del que luego el PSOE se deshará con insultante facilidad. Al tiempo. Pero la renuncia de Iglesias a la vicepresidencia me hizo dudar y pensar que quizá podía haber investidura. Me equivoqué al rectificar, que es el peor de los errores posibles porque te deja con cara de gilipollas.
Ahora me pica la curiosidad el próximo CIS. Pero, sobre todo, la táctica que escogerá la brunete mediática pedrette para masacrar a Pablo Iglesias e Irene Montero durante los dos próximos meses.
Ah, y miren por dónde, la única que sabía cómo iba a acabar todo esto, además de Iván Redondo, era Inés Arrimadas.