El calendario tiene la fea costumbre de avanzar. Estamos ya en rumbo de colisión con unas cuantas fechas consecutivas que van a hacer saltar en pedazos el interregno en el que vivimos. La primera es el 11 de septiembre, Diada de Cataluña y desde hace años ocasión principalísima de reivindicación de la república que hace dos años chisporroteó durante varios segundos como una bengala y que luego se apagó pero ahí sigue, latente aún en el corazón de no se sabe bien cuánta gente.
El festejo será sonado, sin duda, pero, quieran o no sus organizadores, compite contra sus versiones pasadas y no lo tiene nada fácil para superarlas. Añádase la división entre los políticos independentistas y entre estos y los autodesignados profetas del pueblo en tránsito del Sinaí —ANC y cofradías afines—. O las ocurrencias que puedan tener los del brazo airado del movimiento: CDR, nuevos escamots y vanguardias varias. Francamente, la cosa no pinta bien: todo hace pensar que de esta el secesionismo sale trasquilado y ya se va viendo en las palabras intemperadas de unos y otros.
La segunda es el 24 de septiembre, el día en el que salvo que en palacio de la carrera de San Jerónimo hayan encontrado antes la manera de ajuntarse para hacer a alguien presidente del Gobierno —y ese alguien sólo puede ser uno— se disolverán las Cortes y, malas noticias para los tesoreros de los partidos y para el contribuyente, se convocarán unas nuevas elecciones. Hay quien parece creer que pueden convenirle, hay quien las teme como su pasaporte al despeñadero, pero ni unos ni otros las tienen todas consigo: el español ante las urnas puede que no sea tan impredecible como otros, pero al final nunca se sabe.
Que la perspectiva electoral pone nervioso al paisanaje se deja notar en lo ruidosas que son las declaraciones, tras tantas semanas de denso y pétreo silencio por parte de algunos; en las bruscas grietas en gobiernos de conveniencia y socorros mutuos recién formados, como el de la Comunidad de Madrid; o en el desesperado torneo por traspasar al otro el fardo de la culpa del desacuerdo entre quienes podrían pactar y no pactan gobierno. Por no hablar del espectáculo inaudito de ver a los que siempre pidieron pagarés con aval ofreciendo cheques en blanco. Quedan unos días que van a ser terriblemente fluidos, y aunque parece cotizar más, en términos de probabilidades, la opción de ir a unas nuevas elecciones, entre desesperados todo es posible.
La tercera fecha no tiene fecha, valga la expresión, pero no cabe duda de que acabará llegando y no tardará demasiado. El otoño nos dejará la sentencia de los encausados por el procés y, sin pretender conocerla, como tantos comentaristas afectos y adversos al movimiento enjuiciado, no parece fácil que contenga una libre absolución de todos los delitos que imputa la Fiscalía, lo que, según el riguroso estándar insurreccional al que se ha comprometido el president Torra, vicario de Puigdemont en la Tierra, le obliga a tomar gallardamente el camino de la cárcel, salvo que prefiera emular maletero mediante a su principal.
El calendario avanzará. Todo se irá viendo.