“Me gustas cuando callas porque estás como ausente/ y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca./ Parece que los ojos se te hubieran volado/ y parece que un beso te cerrara la boca”.
Poesía machista la de Pablo Neruda, una loa a la mujer que calla, a la mujer pasiva. Lo dicen las feministas de la nueva hornada, las de CCOO, las de la cátedra de la cosa en la Complutense, las que nos dicen al resto cómo debemos ser.
Es intolerable que se transmita a las nuevas generaciones el modelo de mujer sumisa, la que no osa a mirar a un hombre a los ojos, ni estrecharle la mano si no se trata de su esposo. Pero hay algunas salvedades –siempre las hay si trata de una mujer de izquierdas–. Por ejemplo, que sea la embajada iraní la que exija ese trato a su delegación en visita a la sede de la Soberanía Nacional española y que esa “recomendación” vaya dirigida a nuestras representantes en las Cortes Generales.
Y ahí de pronto no suenan las alarmas –salvo las de los ultramachistas de VOX– y las del “mira bonita” no deparan en que haber contemplado siquiera la posibilidad de acatar esas normas –que no son de cortesía, pues ésta suele ser recíproca–, no sólo humilla a las mujeres españolas sino también a las iraníes. Mujeres que no viven bajo normas patriarcales y misóginas porque les dé la gana ni porque esas sean sus costumbres, sino porque quien se opone a ellas acaba en la cárcel, torturada, azotada en público, ahorcada o lapidada.
El lunes fallecía la joven iraní Sahar Jodayarí. Había sido condenada a seis meses de cárcel por intentar asistir a un partido de fútbol. Se prendió fuego ante el tribunal al conocer su sentencia. Había pasado dos días en la cárcel de Gharchak cuando fue detenida, suficientes para que la posibilidad de volver a esa siniestra prisión le llevase a quitarse la vida de forma tan cruenta.
Llevar velo, cubrir la cabeza, esconder el cabello, en Irán no se elige y no hacerlo se paga ¿Una costumbre ancestral a respetar? En marzo de 1979, una fatwa de Khomeini obligaba a partir de aquel momento a que las mujeres que trabajasen en las oficinas del Gobierno se cubriesen el cabello en el trabajo. Un año después la orden se amplió a las doctoras y enfermeras. Y a partir de la aprobación del Código Penal de 1983, las mujeres que aparezcan en público sin velo pueden ser castigadas con penas de prisión de entre diez días y dos meses o 74 latigazos.
Las que además de atreverse a oponerse a esta norma animen a otras mujeres a no cumplirla, se juegan entre uno y diez años de prisión. Pero como el Código penal aludido faculta a los jueces a aumentar las penas si así lo consideran, esos diez años pueden convertirse en 33, como en el caso de la activista Nasrin Sotoudeh, porque luchar contra el velo obligatorio es “fomentar la prostitución”.
Así que parece que andar cubierta, para la mujer iraní, no es una respetable costumbre secular sino una imposición. Como lo es no poder cantar en público, ni tocar instrumentos musicales en un escenario, montar en bicicleta, practicar deportes sin velo, entrar en los cafés o trabajar en ellos –trabajar, de hecho en cualquier lugar en el que no sea posible segregar por sexos–, mezclarse con los hombres en los transportes públicos y no digamos ya participar en la vida política.
Pero la cuestión es que es tan poco autóctono vivir con las condiciones que exige el régimen, que las mujeres llevan cuarenta años oponiéndose a él y tan es así que son ellas las que lideran la mayor parte de las protestas que vienen llevándose a cabo en los últimos años en Irán, y es una mujer la que lidera el principal grupo opositor en el exilio.
Y mientras tanto, jóvenes con toda la vida por delante se juegan la libertad colgando vídeos en las redes en los que andan sin velo o cantan o bailan, en un ejercicio que parecería frívolo si una no supiese lo que ponen en riesgo mientras sonríen a la cámara, pixelando su rostro o no.
Así que, estimadas señorías de las de “todos, todas y todes”. Las que ven heteropatriarcado y micromachismos en cada esquina, las de la nueva censura, las grandes inquisidoras y también las que no se atreven a tener discurso propio, hay silencios que son cómplices y cortesías que nos humillan a todas (y a todos).