El regeneracionismo asomó la cabeza hace ciento treinta años bajo la tutela de Joaquín Costa, dejando una huella histórica problemática. De forma paradójica, y valorando aquel movimiento desde el presente, parece haber influido sobre todo, aunque de un modo simplificado y reduccionista, en quienes ignoran las fuentes.
Caciquismo y oligarquía, oligarquía y caciquismo, son los trazos básicos del cuadro que dejó Costa de la Restauración. Pero con esas dos palabras, memorizadas en el aula, no se hace justicia a la obra de Cánovas, ni se pondera aquel parlamentarismo ciertamente mejorable (como también lo eran muchos otros parlamentarismos europeos), ni se arroja de una vez el flagelo que tanto favorece la causa de los actuales enemigos de la democracia del 78 y de la integridad territorial.
Por otra parte, un costista real, sacado de la tumba, tendría que admitir esto: si en alguna parte han arraigado los dos grandes males arriba consignados es en ciertas Comunidades Autónomas empeñadas en separarse o extrañarse de España como principal objetivo político. Quien busque huella de caciquismo, vuelva su mirada hacia Cataluña. Quien husmee oligarquías, que acerque la nariz a formidables grupos sobrealimentados por gracia del bipartidismo hasta la obesidad empresarial. Deberían comprar tres asientos en el avión porque no dejan sitio a los competidores. Pienso en imperios y reinos mediáticos, pero no solo.
Era una España hambrienta, ignorante y holgazana la que dibujaban Costa y sus epígonos. Ellos “diagnosticaban”, pues adoraban la analogía médica dada su visión organicista, en no poca medida prefascista, deseosa de un “cirujano de hierro”. No será de aquel molde anti liberal de donde extraigamos hogaño las formas de regeneración que España precisa para entrar confiada en la década que apunta. El mundo que empieza a desperezarse traerá transformaciones mucho más profundas que el alumbrado eléctrico de las ciudades o la sustitución de los coches de caballos por automóviles.
La España que pide paso, no permiso, orilla el regeneracionismo histórico (por agorero, estéril y organicista) y exige regeneraciones concretas operadas desde la democracia española existente y a través de su Constitución, marco del más largo período de libertad y prosperidad que ha conocido la Nación. Exigimos la regeneración específica del sistema educativo, del complejo entramado competencial, de la contratación pública, del gobierno del Poder Judicial, etc. Lo otro, fatalista y generalizador hasta la brocha gorda, es una filfa; solo aporta pesimismo, apoliticismo y mentira: hoy ostenta España el segundo puesto del planeta en esperanza de vida, tiene una sanidad pública envidiada por los países más ricos que el nuestro (que no son muchos), no quedan más analfabetos que, acaso, algunos muy ancianos y, por fin, pertenecemos al más avanzado club del mundo en libertades y bienestar social: la Unión Europea. Creo que el costismo, que tomó a Europa por una especie de talismán, se habría dado por satisfecho.
Y sin embargo... a un Costa redivivo le resultaría familiar el turno de partidos y el tesón con que las élites (la oligarquía, diría) se siguen aferrando a él una vez han salido a la luz las vergüenzas de las dos organizaciones hasta ayer protagonistas únicas de la vida política.
Existen cinco partidos de ámbito nacional en un rango que va de los casi dos millones setecientos mil votantes de Vox a los casi siete millones y medio de votantes del PSOE. En medio, Podemos con casi cuatro millones, y Ciudadanos y PP por encima de esa cifra. Bipartidismo, dicen. ¿Qué bipartidismo? El que sueñan resucitar los dos partidos de turno, la oligarquía acomodada a sus dos teléfonos (el rojo y el azul) para resolver sus cosillas y, claro, el caciquismo periférico, que ve desvanecerse el negocio de la muleta.