Se acaba el mundo y la culpa es tuya. Te lo dice una niña a la que le han robado la infancia –sólo un poco menos que a los niños soldado de Somalia– y no en cualquier lugar ni con cualquiera. En la ONU. Al lado de su secretario general. En compañía y con la misma cobertura informativa que mandatarios internacionales –y Pedro Sánchez– y no te sorprende. Y hasta te lo crees –no sea que te llamen negacionista–.
La prensa, la televisión, las redes sociales. Cada vez más la sensación de estar viviendo en una sociedad absolutamente infantilizada. De gatitos y unicornios de colores. De mascotas cuya vida importa más que las de los bebés que se matan, de niñas cuyo testimonio abre telediarios, líderes narcisistas en cuya pubertad confiamos nuestras vidas, proclamas apocalípticas que exigen ser compartidas en las redes sociales pero que ni tan siquiera se contrastan. La indignación inmediata, la alegría de usar y tirar, la vida –la que se quisiera tener, la que queremos mostrar– pendiente de un “me gusta”.
Y claro, al mismo tiempo cada vez tenemos menos conciencia de nuestra responsabilidad individual. De la que le debemos a nuestra propia vida, a la de los que nos rodean, a la ciudad, el país, el mundo en que vivimos. Y esa responsabilidad, la que nos sobra, la que nos molesta e indigna la transferimos alegremente al Estado al que creemos en la obligación de cuidarnos en cualquier circunstancia y a cambio vamos perdiendo, paso a paso y casi sin darnos cuenta, prácticamente todos nuestros espacios de libertad…y nos da igual.
En su libro Dejad de lloriquear publicado en 2011, en pleno vértigo de crisis económica, indignación y desafección política, la joven escritora alemana Meredith Haaf se atrevía a hacer una radiografía nada complaciente y bastante provocadora sobre su generación (la nacida en los 80) y lo que ella denominaba “sus problemas superfluos”.
“Mi generación –decía- se ve obligada a desenvolverse en un mundo que teme y apenas comprende. Pero sufre sólo pragmáticamente y si de verdad le va mal, siempre le queda internet. A mi generación le basta con declarar en Facebook que 'está hasta las narices', y eso porque sólo con que un par de personas cliquen 'me gusta', todo queda arreglado”.
¿Qué se está dispuesto a perder para ganar una causa? Nada o casi nada. A quien proclama la independencia de un territorio le sorprende acabar en la cárcel –¿qué clase de revolución es esa?–. Qué pena los inmigrantes pero ¿quién los acoge en sus casas? El mundo se acaba si no dejas de comer carne, usar bolsas de plástico o reciclar tu ropa ¿y me lo dices desde tu Smartphone cargadito de coltán, ese mineral que se obtiene en África con mano de obra prácticamente esclava?
Esa falta de conciencia crítica real y de sentido de la responsabilidad es indisociable a que una parte cada vez más importante de la sociedad no quiere crecer ni se siente lista para asumir ninguna obligación. Pero es que tampoco nadie le exige que la acepte.
Después de un par de décadas de prosperidad económica de la que pudieron aprovecharse todas las clases sociales en una u otra medida, el resultado es una sociedad que reniega de la madurez y de los peajes que comporta, como si fuese posible dilatarla indefinidamente. Como se niega a aceptar todo lo que física y mentalmente supone, aunque el paso del tiempo sea inevitable.
Una sociedad que ha sustituido las ideologías y la religión, por una especie de doctrina infantiloide repleta de dogmas que abarcan desde el feminismo al ecologismo o la economía, que se asumen acríticamente, que tiene sus apóstoles, en la que se dicta quién es malo y quien es bueno y sus postulados se convierten en ley.
Por eso dejamos que sea una niña y no un comité de expertos quien nos convenza de que el mundo se acaba –o no– y ni siquiera nos preguntamos por qué lo permitimos.