Según un artículo presentado por el Fondo Monetario Internacional (FMI) esta semana en Washington, las mujeres desempeñan, en los países desarrollados, un 20% más de trabajo no pagado que los hombres, o sea: las lavadoras, la cocina, los niños y esas cosas son casi exclusivamente para ellas, qué bien todo.
Dice el mismo organismo que redistribuir las tareas domésticas incidiría favorablemente sobre el PIB global, que aumentaría al menos un 4%.
Leo todo esto y me da un poco la risa. No porque los señores del FMI no sean listísimos. Seguro que no les falta razón, pero no creo que sea la cuestión de fondo, la verdad. Ellos afirman que algunas de las mujeres eligen dedicarse a las tareas domésticas, y yo me pregunto si saben que tienen otra opción.
En otras ocasiones, comentan, nos topamos con un problema cultural, y quien dice uno, dice dos mil. Y quien dice cultural, dice social, educacional y bestial. También proponen medidas varias para desfacer este entuerto: que si infraestructuras, que si conectividad digital para elevar la participación femenina en el mercado laboral.
Y a mí, a la vista de tanto plan de acción, se me genera en el coco un batiburrillo tremendo con algunos datos: nosotras sacamos mejores notas y nos llevamos el 60% de las titulaciones universitarias. Algunos aseguran que somos un 13% más productivas que ellos.
No vamos a hablar de las estadísticas en los puestos directivos, ni de quiénes esperan a las puertas de los colegios, en el pediatra, en los grupos de WhatsApp del colegio, en el supermercado, en las farmacias. Quiénes arrastran los carritos a las ocho de la mañana con aspecto de no haber dormido en los últimos tres años.
A mi maraña mental se le une la conversación que tuvo la semana pasada mi amiga María con sus amigos de gimnasio, a las siete de la tarde, en un jacuzzi. “María, tú sí que tienes buen carácter, no como mi mujer”. Vete tú a bañar a los niños y a darles de cenar, deja que tu mujer disfrute de estas burbujitas y vamos a ver quién tiene mala hostia. Ya de paso, échale un ojo al crecimiento económico global que generarás y a la jeta que tienes, querido.
La igualdad supondría mejora económica, pero sobre todo, gustazo, no me fastidies. Porque lo de barrer y preparar el táper, día sí, día también no se refleja en el PIB, pero sí en nuestra salud, en nuestras caras y, lo más importante, en nuestras almas agotadas y hartas de arrastrar cargas que deberían ser compartidas.
El problema es de todos, obvio, pero el que está cómodo no va a mover un dedo por solucionarlo, así reviente el PIB. Tendremos que ser nosotras las que, por el bien de la macroeconomía y de nuestros santos cuerpos, les plantemos el plato, los calzoncillos y el niño delante para, posteriormente, dirigirnos a la oficina, al jacuzzi o donde nos dé la gana.
Puñetazo en la mesa, media vuelta, hasta luegui. La repetición producirá algún resultado, seguro que sí. A veces, el remedio pasa por romper el techo de cristal, otras por no colocarlo nosotras mismas.
Despojémonos de los peligrosísimos micromachismos. Sepámonos capaces de eliminar costumbres castrantes que colocaron en nuestras manos mucho antes de nacer, sin remedio aparente. Dejemos en el armario la plancha, la aspiradora y la tonelada de responsabilidades que nos aplasta. Probemos a trasladárselas al de enfrente, a ver qué pasa. Quizás nos sorprenda el resultado.
Mientras los señores del FMI nos dan toda esta información, yo busco sobre sus cargos más altos. Solo un 25% son mujeres. Pues sí que vamos bien.