Es un curioso ejercicio escuchar con detenimiento a quien ostenta a la vez la presidencia de la Generalitat de Cataluña y la máxima representación del Estado en esa comunidad. Escoge Quim Torra palabras significativas en los momentos señalados: palabras con las que trata de embotar el pensamiento crítico de quienes le siguen, pero que en una suerte de efecto bumerán se vuelven al instante contra él y se convierten en las más idóneas para caracterizar su estrafalario modo de ejercer un cargo que por su naturaleza le exige velar por los derechos de todos.
Ha calificado Torra la sentencia del Tribunal Supremo con un contundente epíteto: aberrante. No demuestra con ello una especial finura jurídica, pese a haber estudiado Derecho y haber ejercido como jurista. Quizá su opción por esa tosca etiqueta se deba a las dificultades que encuentra para cuestionar con una argumentación más elaborada una vasta pieza de prosa jurídica que tal vez tampoco le ha dado tiempo a leer completa.
Los que sí lo hemos hecho, y recordamos algo de lo que nos enseñaron en la facultad, no podemos sino reconocer a su autor la solidez, la cordura, el rigor, la exhaustividad y su claridad didáctica. Es una sentencia que por momentos parece el discurso que un adulto sensato, experto e instruido le dirige a una pandilla de adolescentes malcriados, desaprensivos e ignorantes, para que comprendan hasta qué punto han comprometido lo de todos y acabar imponiéndoles un correctivo medido, en vez de azotarlos hasta hacerles sangrar las nalgas como piden los iracundos.
Emblemática resulta, entre muchas perlas para subrayar y tener muy presentes en tiempos venideros, su aproximación sin medias tintas al tan traído y llevado y hasta cacareado derecho a decidir: "Cuando la definición de qué se decide, quién lo decide y cómo se decide se construye mediante un conglomerado normativo que dinamita las bases constitucionales del sistema, entra de lleno en el derecho penal". Avisado queda quien crea que una constitución es algo que puede derogarse como si tal cosa.
Intimado a pronunciarse sobre la guerrilla urbana que bajo la capa estrellada del independentismo ha asolado Barcelona a lo largo de esta semana, Torra no encontró otra manera de hacer pasar de su lado el cáliz que imputarla a unos infiltrados. Dejó entender que se trataba de infiltrados policiales, quizá como un desahogo por el hecho, para él infausto, de que los imberbes aturdidos a los que ha espoleado con sus temerarias arengas se hayan dado de bruces con una fuerza compacta y sacrificada de policías, nacionales y mossos d’esquadra. Servidores públicos que representan, frente a quienes apuestan por la inmadurez suicida, la firmeza de una sociedad civil estructurada y madura. Le irrita, y se le nota, que la policía catalana escape a su tóxica influencia, lo que quizá sea la mejor noticia de estos días.
Dos infiltrados aberrantes en el máximo nivel de decisión de las instituciones catalanas. En eso se han convertido Torra y su desesperado titiritero con residencia belga. Si Bélgica fuera un socio europeo digno de ese nombre, lo entregaría y contribuiría a hacer cesar este despropósito. Como cabe dudar de que lo haga, urge que el independentismo decente y consciente se sacuda de encima a estos dos fantoches incendiarios, antes de que por su poca cabeza haya que lamentar algo de veras irreparable.