Dice el refrán que lo primero que se pudre del pescado es la cabeza –o algo así– y también que es lo primero que huele.
El descontrol de la última semana en Cataluña ha sido pródigo en vídeos en los que jóvenes dan buena y nutrida muestra de ello. Tantos, que es abrir la boca y sólo esperar a ver qué clase de serpiente o de unicornio rosa nos van a regalar.
Está el que considera a sus padres –fascistas– algo así como una plaga que infesta Cataluña y que hay que erradicar (un consejo: dejen de pagarle la factura del móvil, así, como primera providencia). La que habla de fuga de cerebros porque el suyo –muy notable, ha estudiado una ingeniería– corre el riesgo de irse de Cataluña si no se declara la independencia pero ya. Los que en su infinita sabiduría abominan de la Constitución del 78 porque es más antigua que Franco –el Pleistoceno, o eso–. Los que –pasamontañas mediante– afirman ante los periodistas que no son violentos, mientras sujetan en la mano un adoquín, o los que, más sutiles, afirman que no lo son –después de haberlo lanzado a los policías– porque agredir a las “fuerzas del Estado”, es sólo autodefensa. Los que se hacen selfies con morritos ante las barricadas en llamas. Los pijos que luchan contra el capitalismo robando móviles y televisores de pantalla planta ultra mega caros.
Embriones de terroristas –o eclosionados ya–, fieles creyentes del argumentario de la Asociación del Rifle y de toda la farfolla anticapitalista de plumífero Moncler. Presos de la frustración de una república que no llega, que al parecer era una broma pero que sus mayores les hicieron creer que iba en serio y ahora no entienden porqué aún no.
Adolescentes, rehenes de un pensamiento adolescente, con dirigentes adolescentes que ni quieren asumir las consecuencias de sus actos, ni creen que deban hacerlo, ni piensan que esas consecuencias deban existir.
Cuando se es joven toca ser revolucionario, oponerte al poder, a tus padres, a lo que sea. Pero la juventud que tira piedras e incendia la calle, sigue los dictados de los que mandan, nadan a favor de la corriente y se creen que no.
Han perdido toda capacidad de crítica, todo pensamiento propio y están alienados pero no lo saben. Porque no sólo les han adoctrinado desde pequeños. Les han hurtado la libertad de pensamiento, el sentido crítico, el de la realidad, el del compromiso, porque les querían peones y lo han conseguido. Por eso, por si acaso, les han hecho creer que son pequeños dioses, invencibles e irresponsables siempre que estén en el lado correcto.
Tanto es así, que no entienden que la verdadera gesta está del lado de los que se oponen a ellos. Que los verdaderos antisistema son los que exigen poder estudiar en su universidad sin que cuatro matones encapuchados se lo impidan. Los que piensan que la huelga merma sus oportunidades de futuro. Los que expresan su opinión sabiendo lo que se juegan –y aun así, lo hacen–. Los que quieren ir a trabajar porque no tienen unos padres que les paguen las facturas –o no quieren que se las paguen– y cuando arde el mobiliario de la terraza del bar en el que trabajan, piensan que mal rayo parta a estos niñatos que no comprometen nada suyo, y que a currar los ponían a ver si se les iba toda la tontería.
Los que pese a estar del lado del poder –del independentismo– no justifican la violencia, predican con el ejemplo y son capaces de pensar que quizás no toda la razón esté de su lado.
Y al final de todo eso está el pescado que ha empezado a pudrirse por la cabeza, aquello que sustenta cualquier sociedad libre y próspera: la Educación.
Esa que está fuera de agenda en esta nueva campaña electoral. Eso que precisa de una reforma inaplazable y estando en la raíz de casi todo, se ha convertido en invisible.