El domingo por la noche todos los partidos festejarán su triunfo. Unos porque ganaron (realmente) los comicios; otros porque creerán que ganaron. Aún otros porque podrán impedir que los que vencieron puedan gobernar (y se ofrecerán humildemente a hacerlo ellos). Unos cuantos porque crecieron en apoyos; otros, porque perdieron menos de los que preveían; los que no encuentren mejores argumentos señalarán que, aunque las cosas no salieron como pretendían -hay obviedades que ni siquiera los políticos en noche electoral pueden ignorar-, se sienten respaldados: la próxima vez todo irá mejor. Y ahí seguirán, unos y otros, agarrados al tronco de su propia supervivencia en medio de la nada otra legislatura más.
Pero a pesar de los festejos que ya casi escuchamos, salvo sorpresa mayúscula seguiremos bloqueados. Tanto tiempo después, aún paralizados. Como si todo este esfuerzo último -de ellos, nuestro-, no hubiera servido para absolutamente nada. Habremos perdido, si se confirma esta previsión, un tiempo precioso que, por supuesto, no volverá. El hartazgo de la ciudadanía con sus políticos aumentará. ¿Tendrá límites?
Mientras todo esto ocurre, la relación del Estado con Cataluña continúa siendo un problema por resolver, y de enorme magnitud; de hecho, por lo que se ve en las calles y en las instituciones, como ilustraron Rivera y su adoquín en el debate del lunes, cada vez nos encontramos más lejos de la solución; la sensación es que, si en algún momento hubo un camino de salida que conduzca al entendimiento, a la cordura, este parece haberse desvanecido ya.
Sánchez quiere, al respecto, diálogo, pero más bien poco -el suficiente para seguir donde está-; Iglesias, sentarse a negociar cualquier cosa, sin importar demasiado si es legal o no; Casado, imponer la Constitución sin escuchar alternativas que la rodeen; Abascal, detener a Torra y luego, si hay lío, quizá sugiera hacer cualquier cosa parecida a sacar los tanques de los cuarteles, incluido sacar los tanques. Es un decir, sí, pero quizá no; mejor ni pensarlo.
Asoma, para agravar la cosas, una recesión que el Gobierno en funciones niega (los socialistas, por ingenuidad o por maldad, acostumbran a ignorar las crisis económicas cuando gobiernan), y que amenaza con zarandear la nación (o las naciones en las que, según Casado, cree Sánchez), de un modo particularmente violento.
El bipartidismo tuvo sus consecuencias negativas, en especial las relacionadas con una corrupción de la que no ha podido escapar ninguno de los dos partidos que han gobernado el país. Eso resulta incuestionable. Pero también es cierto que el espectacular progreso de España en las últimas cuatro décadas ha llegado en los tiempos en los que no se dudaba de que, si había que gobernar, lo haría uno de los dos partidos hegemónicos.
La nueva política ha traído ideas frescas, aires nuevos y una aparente regeneración política que, sin embargo, parece provocar un efecto colateral tan indeseado como peligroso: una extenuante parálisis de la que nadie sabe cómo salir.
La gran fiesta de la democracia vuelve el domingo: elegir a quienes nos representan es un privilegio que no disfrutan todos los ciudadanos del mundo. Pero si una vez elegidos los políticos no son capaces de formar el Gobierno que se les pide, lo lógico no sería que nos obligaran a volver a votar para hacerlo mejor. Lo coherente, ahora, sería que se fueran ellos. Debería existir un mecanismo que obligara a los políticos a abandonar sus responsabilidades si no son capaces de ejercerlas como les exigen quienes han votado a sus formaciones políticas.
Hay quien dijo, decepcionado después de comprobar el nivel del debate a cinco, que no nos merecemos a estos políticos. Arturo Pérez Reverte discrepa: sí nos los merecemos, asegura. Tenga o no razón el escritor que imaginó al capitán Alatriste, si esta vez ninguno de los dos bloques consigue gobernar, los partidos deberían buscar líderes que sean capaces de entenderse. Y, si no lo hacen, cambiarlos de nuevo.