Cuando lo conocí tenía una expresión adolescente. Físicamente era un roble, y lo sigue siendo; lo propio de un deportista entregado; uno de los que desarrollan anchas espaldas, un nadador que había braceado cuatro horas al día durante años. El candor de su mirada veinteañera contrastaba vivamente con su elocuencia, con su endiablado poder de persuasión.
Había que estar ciego para no advertir en él las dotes del líder nato; así irradian su magnetismo unos pocos elegidos. La gente de oído duro y sensibilidad roma no era capaz de abstraer al jovencísimo Albert de sus palabras, y dieron en llamarle “el niño” con paternalismo burlón. En realidad acusaban la frustración de que aquel fenómeno no se atuviera a sus directrices. Cada vez que han tratado de tutelarlo, Albert, simplemente, no se ha dado por aludido.
Pronto supe que su alma era tan limpia como su mirada. Poseía una inteligencia práctica como jamás había conocido, una facultad para la comprensión inmediata de situaciones complejas y —lo que es más importante en un político— para su abordaje activo, no contemplativo. Su apego a los valores es verdadero; supongo que esta circunstancia constituye un escándalo en la trituradora de la política española.
Resaltaba su valentía tranquila, esa osadía con la que rompió el silencio del régimen nacionalista catalán desde el mismo día en que tomó la palabra por primera vez en la bombonera siniestra de la sala de plenos del Parlament.
Soy un hombre afortunado, pues aquel joven prodigio del que nunca se caía la sonrisa, el alquimista de la palabra, quiso contar conmigo. Cuando alguien así te quiere a su lado, no hay manera de resistirte. Cuántas cosas hemos hecho desde aquellos días en que solo teníamos nuestras ganas y nuestra convicción.
Por encima de cualquier otra consideración, Albert es mi amigo. Me ha hecho mejor. Más paciente, más eficaz. Me ha enseñado reglas de vida que no revelaré porque son tesoros personales, y porque aislarlos de su tono de voz y de su calidez sería reducirlos inútilmente. Hemos vivido juntos muchas noches de triunfo y una derrota política. Esta última es la que lo ha empujado a desplegar su valía en otros ámbitos, a vivir para los suyos.
Sin él, el partido que levantó a pulso a partir de la nada seguirá existiendo. Con sus altibajos, con sus avatares y vaivenes. Ciudadanos seguirá sirviendo a la causa de la libertad y de España durante muchos años. Por mi parte, nunca olvidaré las bendiciones que llegaron a mi vida de la mano de Albert Rivera. Incluyendo el cumplimiento inesperado de un viejo sueño de estudiante: convertirme en representante del pueblo español, en diputado a Cortes. Y ese no es, ni de lejos, el mayor de sus regalos.