Escribo estas líneas recién llegada de la Caja Mágica, donde el equipo español de la Copa Davis acaba de levantar la Ensaladera de plata ante un público entregado y fervoroso que, próximo al delirio, coreaba los nombres de los jugadores. Antes de la entrega de trofeos, Nadal se dirigió al público para dar las gracias por el apoyo durante estas jornadas larguísimas con partidos que algunas veces se prolongaron hasta la madrugada.
Ni un solo día faltó a la delegación española el grito y el aliento de los suyos, y Rafa quería tributar su reconocimiento al séptimo miembro del equipo. Después, en un gesto que sorprendería en cualquier excepto en él, dejó el protagonismo a su compañero, Roberto Bautista, que tuvo que abandonar la concentración por la muerte de su padre, y volvió con la pena y las ganas de seguir compitiendo y ganando: este domingo lo hizo en el primer partido ante Canadá, allanando así el camino de la victoria final para los españoles.
Por eso Rafa, que es el número uno del mundo y el rey absoluto en el cariño del público, dijo de su compañero: “Me ha dado un ejemplo para toda la vida”. Él, que ha ganado ocho partidos en menos de una semana, sabía que la gesta de su compañero iba más allá del rendimiento deportivo.
Bautista, delgado, de aspecto frágil (parece más un corredor de fondo que un tenista), cogió el micro y dio las gracias al público de Madrid por el calor de estas jornadas, y añadió muy bajito “esto lo hemos podido hacer porque somos españoles”. Y el personal, que estaba preparándose para cantar el “lo lo lo” del himno y había entonado a gritos varias veces el “que viva España”, le dedicó una ovación de gala que debió saberle como un achuchón colectivo: el chaval que había perdido a su padre recordaba en el momento más importante a la patria de todos.
Sospecho que este domingo cada uno de los que estábamos en la Caja Mágica hubiéramos querido abrazar a Roberto Bautista, ese chico que inaugura su orfandad al mismo tiempo que su categoría de nuevo campeón del mundo. Bautista se dio el tiempo justo para llorar una pérdida irreparable y volvió al trabajo en cuanto pudo, no sé si porque sentía que era su obligación o porque en el fondo el mejor antídoto contra la tristeza consiste en sentirse parte de algo muy grande. Esta noche, la ovación más cerrada se la llevó él, después de habérsela ganado a puro pulso.