En general el unitarismo, el españolismo, su pretensión de homogenización y centralización “opresiva”, se dice, de la vida política española, ha servido de coartada para que cristalizase aquí la idea de nación fragmentaria. Una idea esta que, circunscrita a determinadas regiones españolas (precisamente las más prósperas desde un punto de vista industrial), y aún habiéndose extendido de la mano de aquellas facciones políticas más reaccionarias (el galleguismo, el bizkaitarrismo y el catalanismo son, en buena medida, una transformación del carlismo, derrotado en las guerras civiles del XIX), se sigue presentando como el colmo del progresismo frente al rancio “nacionalismo español”.
En este sentido, cualquier crítica al nacionalismo fragmentario se suele asimilar enseguida al lema “Una, grande y libre”, quedando así desautorizada (como franquista, carca, ultraderechista) cualquier posición que defienda la unidad de la nación española frente a la amenaza separatista. “Es que España es plural”, se dice, como si dicha pluralidad justificara su descomposición o disolución y la quiebra de su unidad.
Sin embargo, la pluralidad de partes de España (su pluralidad regional) no niega su unidad nacional, sino que la presupone, de la misma manera que la pluralidad de las partes de un triángulo (vértices, lados, ángulos) supone su unidad como polígono. ¿Es que cuando hablamos de la “España plural”, para enfatizar su carácter diverso, se desvanece su unidad?, ¿es que acaso no se conserva su unidad por mucho que la comprendamos diversa y plural?
Es justamente desde el nacionalismo fragmentario como se hace incomprensible el reconocimiento de esa pluralidad de España, al considerar que su unidad tiene que desaparecer como consecuencia de ello. Es más, conceptos como el de “hecho diferencial”, “sitio distinto”, “comunidad diferenciada”, son nociones de apariencia clara y distinta desde el punto de vista del nacionalista, y, sin embargo, resultan ser oscuras y confusas.
Un “hecho diferencial”, insistimos, presupone la unidad y la diferencia entre las partes que la componen, de tal modo que no tiene sentido enfatizar la diferencia de unas partes frente a otras porque todas ellas son igualmente “diferentes”. Así, por ejemplo, se dice, desde el catalanismo o desde el nacionalismo vasco, que Cataluña y País Vasco son diferentes, y, por tanto, ello exige una legislación, unas instituciones, etc., diferentes. Pero el caso es que esa diferencia solo aparece cuando se presupone una unidad común entre las partes del todo nacional, que es España, abriéndose paso las distintas identidades regionales que la componen (todas igualmente “diferentes”) sólo en el contexto de dicha unidad.
Castilla o Extremadura, así, son tan “diferentes” como Cataluña o País Vasco, de tal manera que no tiene sentido la pretensión de una “mayor” diferenciación de estas regiones frente a las demás. La diferencia es una relación entre las partes, no algo constitutivo de las mismas. Si el catalanismo reclama unos derechos en virtud de tal “diferencia” solo lo puede hacer en función del carácter igualmente “diferencial” del resto, y entonces la reclamación pierde sentido totalmente (es el célebre, café para todos).
"Los “hechos diferenciales” solo adquieren significado o relevancia, pues, desde un fondo nacional común, en cuyo seno, como totalidad de referencia, aparecen las diferencias entre las partes. Sin esa unidad total las diferencias regionales se desvanecerían.
En definitiva, sin la unidad de España no hay, ni puede haber, una Cataluña “diferente” (ni un País Vasco, ni una Galicia), de tal modo que son el catalanismo, el galleguismo y el nacionalismo vasco, esto es, son los nacionalismos fragmentarios, sobre todo cuando se vuelven abiertamente separatistas, los que reniegan del carácter “plural” de España".