Se habla de una mesa de negociación sin líneas rojas. Se plantea como una negociación entre dos gobiernos que forman parte hoy del mismo Estado y son expresión de él, lo que ya de entrada implica conceptualmente escindirlo; esto es, permitir que se consume el traspaso de una línea roja.
Se invoca como necesidad la presencia de un mediador internacional, detalle que refuerza el anterior: sólo tiene sentido la presencia internacional en los litigios entre naciones diferenciadas, lo que supone la concesión de partida de lo que, en todo caso, sería el resultado de una negociación en la que se contemplara la eventualidad de rebasar una de las líneas rojas mantenidas hasta ahora.
Por añadidura, ese levantamiento de líneas rojas presupone también la posibilidad de abordar y acordar la autodeterminación, la amnistía, la pérdida de soberanía del Estado sobre parte de su territorio y la privación de su cobertura a ciudadanos que llevan su pasaporte. Es legítimo pretender y reivindicar por vías democráticas ese resultado, y promover por todos los medios que no supongan infracción de las reglas del juego su consecución; lo que incluye, por cierto, el cambio de las reglas del juego.
Sin embargo, entramos en el terreno de la falacia cuando lo que se pretende es una negociación con quienes no pueden, ni deben, comprometerse a explorar por sí solos la viabilidad de ese resultado. Un gobierno de España que se asienta en una mayoría parlamentaria precaria, sea del color que sea, no puede, o no puede honestamente, abrir unas conversaciones para examinar la posibilidad de acordar algo que le excede.
Ese gobierno, para empezar, no dispone de los votos necesarios para culminar una reforma constitucional, requerida para que resulte legalmente posible atender las pretensiones de la otra parte, desde convocar un referéndum hasta modificar el concepto de soberanía.
Ello significa que no tiene legitimidad para discutirla, y tampoco para hacer concesiones que suponen menoscabo o alteración sustancial de los derechos y libertades de sus nacionales; tanto los que son naturales o residentes del territorio sobre el que se quiere constituir un nuevo Estado, que pasarían a estar sujetos a otra soberanía, como los que nacieron o viven en el resto del territorio, que pasarían a ser extranjeros donde antes no lo eran.
Un Estado es garantía de la posición jurídica de los individuos que se hallan bajo su jurisdicción, y por eso no es gratuito ni arbitrario que se exijan consensos reforzados para la toma de decisiones que suponen afectarla severamente.
Bien puede abrirse una mesa de negociación para hablar sobre todo y compartir una reflexión sobre el futuro. Si lo que se quiere es que esa mesa de negociación alcance algún acuerdo, hay que tener en cuenta todos estos impedimentos, y asumir que la tarea será un poco más difícil; empezando por esa aceptación de una bilateralidad con trascendencia internacional que de manera voluntarista se quiere dar por ya conseguida. No se trata de una línea roja; es, simplemente, la naturaleza de las cosas. Y nada puede construirse ni conseguirse yendo contra ella.