Es fácil, demasiado fácil, cuestionar a una adolescente de dieciséis años echando mano de los trastornos psicológicos que probada o supuestamente padece. Tampoco exige una especial sutileza ni ninguna clase de valor poner el acento en aquellos de sus comportamientos y reacciones que denotan una inmadurez que por su edad bien se puede y acaso se debe permitir. Alguna consideración mayor merecen los reproches que se dirigen a sus padres, adultos responsables a fin de cuentas, acerca del modo en que consienten y aun estimulan la exposición pública, con el riesgo y desgaste inherentes en esta era de las redes sociales, de una persona menor de edad que se encuentra bajo su custodia. Eso es lo último que a muchos padres se nos ocurriría hacer con nuestros hijos: arrojarlos a la arena de ese circo lleno de locos, borrachos y amargados siempre ávidos de sangre ajena.
Sin embargo, circunscribir el debate a estas cuestiones es una manera de no reparar en el significado que la aparición y la notoriedad del personaje Greta Thunberg tienen en esta hora y esta encrucijada de la aventura humana. Sólo hay una razón poderosa y suficiente por la que una chica menor de edad se ha logrado erigir en portavoz y adalid de una causa que, guste o no, se hace más insoslayable cada día. O cada vez que los vecinos de Los Alcázares, por poner un ejemplo cercano y bien inteligible, tienen que vaciar de fango la planta baja de sus viviendas.
Y esa razón no es otra que la inacción sórdida y estúpida, ilegítima y aberrante, ciega e insensata, de todos aquellos que, teniendo más de dieciocho años, información más que suficiente y responsabilidades irrenunciables, se han empeñado durante todo este tiempo, ya unas cuantas décadas, en ignorar todos los avisos y todas las señales que se iban acumulando. Por desidia, por cobardía o porque en ellos pesaban más otros intereses que no son los generales ni los comunes de toda la humanidad, se permitieron ridiculizar a quienes cada vez aducían más datos, a quienes planteaban hipótesis científicas que no eran en absoluto descabelladas —a los hechos presentes nos remitimos— y no prestar ninguna atención a advertencias que incluso un niño —y he aquí el quid del asunto— habría tomado en cuenta. Hace ya muchos años que se emitió un documental en el que un ministro de Mali, cuando le preguntaban si creía en el cambio climático, se reía y, señalando el desierto que se veía a su espalda, decía: "Esa es una duda que se pueden permitir en Europa; aquí no. Ese desierto, hace veinte años, estaba a cien kilómetros".
Por eso, más allá de las dudas que pueda suscitar la opción de los padres de Greta de apuntar sobre ella los focos y generar en torno a ella un show business inquietante, y más allá de la oportunidad o la sofisticación de los argumentos de quien a fin de cuentas es todavía una niña, es un resultado ganado a pulso —y una buena forma de evidenciar nuestra negligencia— que cada vez que los grandes mandatarios mundiales se junten en una cumbre sobre el clima les caiga encima este bochorno. Que una cría les regañe y les recuerde todo lo que no han hecho.