Me temo que los euroidealistas federales, contrariados por el brexit, no hacen un diagnóstico certero sobre las causas profundas del desapego de los británicos (y no sólo ellos) hacia la UE, que ha conducido a su salida definitiva. Incluso uno de ellos, Javier Solana, cree que el brexit no es un virus, es una vacuna. Vale.
Estos analistas políticos consideran que la victoria de Johnson, y la consiguiente confirmación del brexit, expresa una nostalgia imperial imposible y que el aislamiento británico procede de un error de cálculo del premier Cameron y su referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la UE.
Por mi parte creo que el brexit es una afirmación de soberanía, de superioridad del Parlamento nacional sobre el europeo, de la Justicia británica frente a jueces extranjeros y del Gobierno de su Graciosa Majestad sobre un supergobierno de 26 comisarios de 26 Estados europeos.
El Reino Unido dejó de ser un imperio después de la II Guerra Mundial para convertirse en una nación. Compensó aquel cambio esencial en la cultura británica con la euforia de la victoria sobre los nazis y con la consolidación de una creación imaginativa y prestigiosa como es la Commonwealth: repúblicas modernas y democráticas coronadas, como Canadá, Australia o Nueva Zelanda.
Se entiende mejor el brexit si nos remontamos al cambio de cultura política de los años ochenta y noventa. El brexit de Johnson en el Reino Unido y el trumpismo en los Estados Unidos son el corolario de las políticas liberal-conservadoras de Thatcher y Reagan.
En los años ochenta el partido Tory, desde la oposición, ganó la adhesión de la opinión pública para acabar con el estatismo y la burocracia sindical y socialdemócrata. El premier Major, conservador, y Blair, laborista, continuaron el reformismo thatcheriano de modo que la cultura política nacional de los británicos se ha hecho incompatible con el macro-estado que los socialistas de todas las tendencias pretenden construir en la UE.
En los Estados Unidos la visión política de Reagan fue, a su modo, continuada también por el presidente Clinton. La deriva izquierdista ensayada por Obama (recuerden aquello del feliz encuentro de los dos astros planetarios, Zapatero y Obama) ha generado la respuesta de Trump, demostrando que los postulados de menos impuestos, menos estado y responsabilidad individual propugnados por Reagan habían llegado para quedarse.
España tuvo también su lenta y traumática evolución de imperio a nación a lo largo del siglo XIX con la culminación de 1898. Y, aunque sin duda hay una comunidad de naciones hispanas, no hemos sabido articular algo parecido a la Commonwealth. Se ha intentado con las Cumbres Iberoamericanas, a veces con resultados más conflictivos que constructivos.
Otra diferencia de España con el Reino Unido es que el impulso reformista thatcheriano de Aznar, iniciado en 1996, se fue debilitando en el 2000 y desapareció por completo en el 2004. Zapatero no ejerció de Blair sino que, caído el Muro de Berlín, se inventó una nueva izquierda: antifranquismo sobrevenido, feminismo patológico y emergencia climática histerizante. Ahora Sánchez y la extrema izquierda, para cerrar el círculo, amenazan además con la renta básica universal.
El brexit no es un virus ni una vacuna; es una realidad política imbricada en la historia. En algún momento los Estados nación europeos tendrán que optar por uno de estos dos caminos: o confirmación de la soberanía, como era la CEE a la que se adhirió el Reino Unido, o sometimiento a un ente superior en la UE propio del despotismo ilustrado. El rechazo francés en el referéndum de 2005 a la llamada Constitución europea es un indicio de que un frexit es más probable que un spexit.