La lectura del pacto entre PSOE y ERC para propiciar la abstención de los republicanos catalanes en la investidura de Pedro Sánchez nos descubre que hay una nueva palabra tabú en nuestro vocabulario político. Se las identifica, a estas palabras tabú, por su falta o ausencia, y más en particular por la manera rebuscada y artificiosa de evitarlas. Un ejemplo bien conocido es la palabra España, cuya pronunciación es de tan mal gusto en según qué circuitos de nuestra vida pública que se la sustituye de manera sistemática por circunloquios tan ortopédicos y tan poco hospitalarios como el recurrente Estado español.
Se da así la circunstancia de que uno puede estar en o pasar por Francia, Italia o Alemania, pero en cambio viaja por el Estado español, sin que sea óbice para ello la naturaleza abstracta e inmaterial de ese concepto, de raigambre por cierto franquista, lo que sólo los más ingenuos podrán avenirse a reputar una casualidad.
La nueva palabra tabú emerge por la tozudez con que se la omite y los rodeos que la reemplazan en el texto del acuerdo. Por ejemplo, habla este del "ordenamiento jurídico democrático"; una fórmula que no puede sonarnos más vacía e inerte, en un tiempo y un lugar en el que un ordenamiento jurídico antidemocrático resulta lisa y llanamente inconcebible.
Menciona en otro pasaje el "marco del sistema jurídico político"; un pleonasmo todavía más evidente, cuando no ahora, sino en ninguna época se ha podido concebir una ley o un derecho al margen de la estructura política de la que emanan su legitimidad y su efectividad. ¿Qué es lo que esconde pues el recurso a estas expresiones ayunas de significado, redundantes o, según una lectura menos clemente, en el límite del absurdo? La necesidad de no pronunciar otra, que es sin lugar a dudas la propia y natural, pero que por mor de la coyuntura y de determinadas consideraciones tácticas ha devenido de mal tono y aun contraproducente: constitución.
No están escritas estas líneas desde esa sacralización de la ley fundamental que pretende su congelación para mantenerla alineada con ciertas posturas inmovilistas; un fenómeno este que por desgracia también se ha extendido entre nosotros y que ha comprometido seriamente el contenido semántico del adjetivo constitucionalista, hasta conferirle una connotación partidista de todo punto indeseable.
Ahora bien, aun aceptando que nuestra constitución, como cualquier otra, puede y debe ser reformada, e incluso que en la situación de bloqueo en la que se encuentra el país hay que tender puentes con la fracción independentista que parece avenirse a explorar una posibilidad de entendimiento, mal punto de partida es que se exija desterrar del discurso toda referencia constitucional.
España sigue ahí, y seguirá teniendo, reformada o no, una constitución en la que encaje y se asiente la solución al problema de Cataluña, o esta solución simplemente no será posible, porque el secesionismo, ya lo ha comprobado, no tiene vigor suficiente para transitar la vía unilateral. Más vale que se acepte con realismo este dato del problema, por parte del independentismo que se dice dialogante. No pueden eludirlo quienes tengan y quieran honrar la responsabilidad del gobernar España. Constitución hay y habrá. Y debe ser nombrada.