Dejemos al margen aspectos anecdóticos, como el mayor o menor aplomo de los ministros y ministras al hacer la pasarela de la Moncloa, subir la escalinata y posar con la cartera.
Parece claro que el principal desafío en el que este gobierno se juega el crédito de los electores, y con él su ser o no ser a largo plazo, es la manera en la que acierte a gestionar sus relaciones con esas fuerzas políticas que en un pasado más o menos lejano se han distinguido por desafiar al Estado, incluso por auspiciar o restar importancia a conductas ilícitas tipificadas como delitos graves en el Código Penal, y cuyo voto o abstención necesita para sacar adelante las leyes y poder mantener con vida su proyecto.
Sobre todo, se plantea la cuestión en relación con ERC, que es la que tiene más escaños y por ello más capacidad de inclinar la balanza en las votaciones del parlamento a favor del Ejecutivo.
A fin de contar con ese respaldo, a nadie se le oculta que los que gobiernan van a tener que propender a una cierta benevolencia, por decirlo con una palabra más o menos neutra, hacia todas esas actitudes —pretéritas, presentes y por venir— con las que aquellos a quienes necesitan acreditaron, acreditan y cabe temer que seguirán acreditando su desapego hacia el empeño común de los españoles.
No los disuadirá que su pertenencia actual a ese colectivo les otorgue, como hemos sabido en estos días, la posibilidad de llevar en el bolsillo, y sacar cuando salen fuera de la zona Schengen, el quinto mejor pasaporte del mundo, tan sólo por detrás de los de Japón, Singapur, Corea del Sur y Alemania. Está en su naturaleza y nadie puede ni debe esperar que otro cambie radicalmente de condición de la noche a la mañana.
Pero esto no tiene por qué ser una catástrofe, ni conducir a la traición. Una cierta benevolencia con los errores y los desaires de quienes queremos que sigan siendo los nuestros es normal en cualquier convivencia humana: no sólo se les puede conceder, sino que probablemente sea un deber hacer acopio y uso de ella.
La benevolencia evita conflictos innecesarios, y genera en aquel a quien favorece, de una forma u otra, una deuda moral que, si bien no conduce forzosamente a la gratitud, sí que dificulta algo la respuesta ingrata o desleal, así como el daño gratuito.
La benevolencia consiste en no hacer sangre de todos los desatinos, no encarnizarse en el castigo de todas las faltas, no prestar oído irascible a todos los exabruptos, y puede ayudar a bajar inflamaciones y encontrar vías de salida.
Ahora bien, hay una línea a partir de la cual la benevolencia se convierte en otra cosa; un límite que si se traspasa la desnaturaliza y la convierte en algo semejante, pero esencialmente distinto: la lenidad.
Si la benevolencia es no responder cuando no es indispensable, se cae en la lenidad cuando conductas, proclamas y actitudes que no pueden tolerarse se dejan correr, se coadyuva a que se den o se fomenta, por acción u omisión, que proliferen. A partir de ahí, todo está perdido.
Si la benevolencia puede generar solidaridad y compromiso, aunque no siempre lo haga, la lenidad sólo provoca desfachatez y cálculo egoísta, y nunca deja de hacerlo.
Entre la benevolencia y la lenidad media el trecho que no se puede recorrer. Muchos españoles son desmemoriados, pero no todos los somos; si se transige con lo que no cabe transigir o se blanquea no que no puede blanquearse, eso tendrá un precio.