Este fin de semana he estado en Barcelona visitando a gente a la que quiero. El viernes salimos a tomar unas copas, como solemos hacer. Somos gente disoluta que gusta de disfrutar del ocio y el asueto sin melindres.
No es que yo sea exhibicionista de mis intimidades y por eso lo cuente, en tal caso estaría contando otro tipo de anécdotas mucho más sicalípticas, pero esta viene al caso. No desesperen tan pronto.
Digo que estábamos mi amigos y yo compartiendo raciones y copas alrededor de una mesa alta, que no son mis favoritas precisamente, pero allí estábamos. En la zona del Paralelo, para más datos. Jesús, Julia, Pepe y yo, tan tranquilos.
Charlábamos de lo humano y lo divino, de las cositas de la vida, con total sosiego. Pepe hablaba de su futura mudanza, Jesús de su trabajo, Julia de arte, yo de cualquier cosa (creo que les di bastante la turra con lo de la España vaciada y con Marisa Tomei, pero me lo perdonaron).
De ahí pasamos a hablar de independentismo, de Torra, de Puigdemont, de ERC, del gobierno collage, de la actualidad que nos atropella. Si hubiera que ponernos una etiqueta, si eso fuera necesario, quizás diríamos que ninguno tiene mucho que reprochar al sistema democrático del 78. Creemos que, siendo todo mejorable, disfrutamos de unos derechos y libertades plenos que ya quisieran para sí la mayoría de los países, incluidos los europeos.
Como quien se considera feminista, animalista, vegano o murciano, hablábamos, como quien habla del tiempo, de una postura ideológica tan legítima como cualquier otra, de una significación que no debería precisar excusa alguna. No creeréis lo que ocurrió a continuación.
Alguien que parecía no compartir nuestra opinión se acercó y, bronco y áspero, nos llamó la atención. “Estáis ofendiendo a las familias”, dijo. Una de la madrugada de un viernes, ojo.
A nuestro alrededor habría tantas familias (monoparentales) como individuos en cada mesa. “Estáis ofendiendo a las familias”. Venga, hombre. Primera vez en mi puñetera vida en que me llaman al orden por manifestar en voz alta libremente mi opinión sobre un tema. Lo juro. Ni siquiera en lugares tercermundistas, en regímenes que distarían bastante de ser considerados una democracia, me he visto yo en en el papelón de tener que bajar la voz para exponer una postura política entre amigos, en una conversación normal y cotidiana.
Pues el viernes 17 de enero de 2020, en Barcelona, en la zona del Paralelo, tuve que callarme la boca porque un desconocido consideró que, en nombre de las familias, debía llamarme la atención. Porque defender la constitución es un acto subversivo, casi temerario, en una zona (en esa) de esta España nuestra.
“Cuéntalo, tú que lo has visto”, me dijo Inma cuando, en una comida al día siguiente, se lo contaba a ella casi sin dar crédito. Y yo, que lo he visto, que me ha pasado, lo cuento.
Lo que no le dije a Inma, y se lo quería haber dicho, es que no se sienta sola. Porque no lo está.
Ni Paula, ni Félix, ni Pepa, Cecilia, Isabel, Raúl, Jaime, Paco, Manuel, Nuria, Joan, ni Julia, ni Jesús. No están solos. No les vamos a soltar la mano. No podemos mirar para otro lado. Porque ni queremos ni debemos permitir que se les calle la voz.
Y como no se lo dije, pues lo hago ahora.