La última vez que anduve por campos de Soria me crucé con un pastor. Guiaba un buen ganado de ovejas. Era rumano. Según me dijo, había otros de su país. Ningún español en su sano juicio quiere hoy ser pastor.
Los campesinos siguen teniendo un gran prestigio en la grey socialdemócrata. Y desde que ya no hay obreros, más. Protagonizaron la Revolución Rusa. En América, Víctor Jara les animaba a desalambrar, porque "si las manos son nuestras, es nuestro lo que nos den". Aquí, Sánchez Gordillo les acompaña en su tiempo libre a okupar fincas. Por eso, cuando han llevado su protesta a la calle, han saltado las alarmas en Moncloa.
Un Gobierno progre puede permitirse negociar de tú a tú con un golpista inhabilitado por el Supremo, puede pactar con el brazo político de una banda terrorista, puede ponerle la proa al Banco de España, molesto con sus informes, y hasta plantarle cara a los especuladores del Ibex, pero ay, tres cabras y un tractor en la calle son palabras mayores. El ministro Planas ya tiene orden del presidente del Gobierno de "no mirar para otro lado".
En España el campo está en crisis desde el Neolítico. El agricultor que prospera es precisamente el que no le gusta a la izquierda. Ahí, los esclavistas de El Ejido con esos campos de plástico contaminante. O los explotadores terratenientes del olivar cordobés. Qué decir de los naranjeros valencianos que tanta agua reclaman en lugar de desalar.
El campo está mitificado por quienes leyeron mal a Fray Luis de León, a Juan Ramón y a Machado. Esos que aún rastrean el alma de Castilla en pedregosos campos de cereal y creen haber hallado la esencia vasca en un caserío perdido y sin wifi. Ya lo dijo Ortega: más allá del asfalto de la plaza, donde acaba la ciudad, termina la civilización.
El bucolismo es una pirueta intelectual que ha creado multitud de gilipollas. De los que improvisan huertos urbanos en la terraza pero que no pueden vivir sin aire acondicionado y se desmayan si ven desnucar a un conejo o retorcerle el pescuezo a un pato.
Es lo que hay. Los millennials han tenido que ir a una granja en horas lectivas para ver un cerdo de carne y hueso o aprender que la leche brota de la ubre de la vaca, no es desnatada y huele. Cuando llegan a casa lo cuentan con la misma impresión que nosotros cuando veíamos los primeros reportajes del National Geographic sobre fauna australiana. Normal, en una sociedad en la que los burros viven en reservas y tienen que ser apadrinados para no desaparecer. Ya no existen bestias de carga, término que, a buen seguro, debe estar también en peligro de extinción si no directamente proscrito.
Hace poco leí que el dueño de un hotel rural en Asturias había logrado que cerraran un gallinero del pueblo porque el gallo despertaba a los turistas demasiado temprano con su quiquiriquí.
El campo sigue siendo un talismán ideológico. A Pedro Sánchez le ha faltado tiempo para sacar del armario la pana del viejo PSOE y achacar a los supermercados capitalistas la caída en desgracia de agricultores y ganaderos. Como si las cajeras de Carrefour o los reponedores de Mercadona se pegaran la vida padre. Eso sí, no tienen sabañones ni callos en las manos.