El día después del obituario, la ciudad es tan cabrona que recobra sus pulsos. El día después del funeral, España se dio cuenta de que enterraba a una conciencia que gritaba en papel con la honestidad de un héroe bueno de John Ford.
Ahora que se ha digerido la ausencia de Gistau, y no es un consuelo, la profesión periodística ha sabido sacar sus lágrimas sinceras.
Haciendo balance, sin el corsé de la necrológica urgente y resumidora, me viene el Gistau de los días de enero en Málaga en no sé qué pausa después de Reyes, para besar a Alcántara por sus cumpleaños con ginebra y volvernos a la Corte con renovados bríos.
Quiero oír la voz de Gistau en un repente, contándonos una historia de un gato y un ascensor. También está Garci, y hemos salido a fumar socialmente en una confusión de vahos y abrigos.
Despedir a Gistau es lo peor, sí, ahora que las prosas blanditas acechan los periódicos desde el Noroeste y está mal visto vestirse por los pies. Hacía tiempo que no veía a Gistau, y creo que el último abrazo fue en IFEMA, el día que Ayuso debutaba su languidez seductora frente a los focos y el PP se renovaba. Antes, algún whisky a media tarde en el Ritz, de comandita con Ussía y rememorando unos veranos cántabros, tibios, que quizá yo nunca viví en Comillas.
Gistau nos enseñó, sí, que el reportaje es la mirada y la libertad, y que eso cabe en la columna o en lo que quiera el maquetador. Cuando a Gistau lo sacó Garci en la precuela de su Crack, estaba poniéndole los focos y el cine clásico a alguien que, verdaderamente, merece una serie.
Gistau murió entre el respeto de sus compañeros, sin una queja ni un librito de descargo. No todos pueden decir eso ni en vida.
Cuestión de clases y de héroes.