Lo de Rhodes y la futura ley de la infancia, lo de ficharle para trabajar en el primer borrador y ponerle su nombre (otro día hablamos de todo lo que denota que Pablo Iglesias decida cómo denominar a una ley antes de que, para referirse a ella, lo haga la prensa o la ciudadanía), se me antoja similar a lo de Juan José Cortés como asesor de Justicia. O aquel otro, el profesor Jesús Neira, presidiendo el Consejo Asesor del Observatorio Regional de la Violencia de Género de la Comunidad de Madrid. El primero, a cuenta del asesinato de su hija Mari Luz. El segundo, por haber acabado con secuelas al tratar de interceder y ser golpeado por un tipo que maltrataba a la novia en el vestíbulo de un hotel.
Los tres tienen en común, aparte de su incursión advenediza en la justicia o la política, su cualidad de víctimas. La víctima, por definición, lo es por inacción, por la acción de otro sobre ella. Víctima es aquel a quien ha faltado o han quitado algo: un derecho, un recurso, una protección, un golpe de suerte, una salida, una oportunidad.
La víctima es, seguramente, digna de conmiseración. Pero eso no la dota, inapelablemente, de prestigio, capacidad, derecho o razón. Eso, en todo caso, lo conseguirán otros atributos. Pero no el de ser víctima per se. Ella no ha hecho: le han hecho.
En estos tiempos de separar la razón de la emoción, de anteponer la segunda como argumento en sí mismo, convirtiendo el uso de la primera en anatema, es obvio que estamos ante la instrumentalización de las víctimas.
¿Quién podría estar en contra de un padre doliente, de un hombre golpeado por defender a una mujer, del que fue un crío violado? ¿Quién osaría discrepar con ellos, argumentar a la contra, presentar objeción? ¿Quién puede matar a un niño?
No quiero decir con esto que las víctimas no precisen reparación. Reparación y compasión, sin duda. Pero esa reparación no debería obligarnos al resto a rendirles admiración ni a elevar su autopercepción moral. No debería ser a costa de hacerles partícipes y responsables de decisiones, intervenciones o medidas en materias para las que no están necesariamente capacitados y que nos afectan a todos. Y no sólo no están necesariamente capacitados, sino que su experiencia directa como víctimas, les priva tan comprensiblemente de imparcialidad y ecuanimidad que, en realidad, deberían quedar inhabilitados para esa función. La piedad podría llegar a ser injusta.
¿Estamos ante una preocupante e interesada palinodia coral que, como sociedad, nos están empujando a entonar, carguito mediante, nuestros representantes? Expiación por amateurización de la cosa pública.