Tendemos a pensar que todas las buenas acciones se verán recompensadas; que el esfuerzo dará su fruto y que nada puede salir mal cuando las cosas se hacen de buena voluntad.
Todo eso es verdad cuando el resultado depende de uno mismo, salvo alguna excepción, pero la cosa se complica cuando el peso de la consecuencia cae sobre otro.
El caso más claro de esta afirmación es el de los hijos. Para empezar, todos somos mejores padres antes de convertirnos en uno de ellos: no gritaré, hablarán varios idiomas, no verán pelis con sangre y asesinatos, mantendré una paciencia infinita.
Por todo ello, mis hijos se convertirán en seres de bien, respetuosos, honorables. Me querrán mucho y me querrán bien. Estaré orgulloso a más no poder. Se comportarán de maravilla porque habrán bebido de mi ejemplo, de las charlas interminables en las que les he contado que, para ser feliz, uno debe ser libre y que la libertad viene dada por la multitud de opciones. Y que la multitud de opciones solamente existe cuando eres capaz de observar el mundo con la distancia que dan la disciplina, la bondad, el conocimiento.
La teoría es maravillosa, nada puede salir mal. Hasta que sale. La realidad te da en los morros cuando te paras a observar la diversidad que hay entre hermanos educados por los mismos padres, en las mismas circunstancias: mientras una chavala se hincha a sacar matrículas en la carrera, su hermana acaba en servicios sociales por liarla parda; una madre que mantiene la relación más cordial del mundo con dos de sus hijos, echa de casa al mayor tras aguantar insultos y vejaciones continuas; la tía más curranta y dulce del mundo, que ha criado a su hijo en solitario, renunciando al más mínimo lujo para darle a la criaturita la mejor educación, es testigo de cómo un gilipollas integral de veintidós años la ignora y la maltrata. Estos son solo tres de los tantos casos de los que podría hablar.
En el lado opuesto, familias desestructuradas, padres irresponsables hasta decir basta dando como fruto seres sensatos, coherentes y brillantes. A veces, hay milagros y consisten en la capacidad de percibir con claridad la mierda entre la que has nacido y salir de ella por patas. No es fácil, pero yo separo la boca de la cola del pez, conmigo se acaba la maldición.
¿Cuál es el interruptor que se apaga o se enciende en cada uno de esos casos? ¿Qué extraño resorte provoca la impermeabilidad a los malos o a los buenos estímulos? ¿Qué papel juegan la genética, la suerte o la educación y en qué porcentaje? Hay mil teorías y, ante cada regla, mil excepciones.
La voluntad humana puede ser algo celestial o una mierda gigantesca. Nadie puede conseguir que otro quiera ser mejor y nadie puede arrancarle a otro la ilusión de transformar su entorno en un lugar agradable.
Estaba dándole vueltas a estos dilemas cuando he leído algo sobre Rocío Carrasco y su hija: que la niña pegó a la madre, que los dos hijos viven con el padre y que hace años que el mal rollo triunfó sobre el amor por siempre jamás.
Cuántas versiones habrá sobre el desastre, nadie lo sabe. Lo que está claro es que algo ha fallado en el engranaje y que es difícil, o imposible, detectar qué ha sido. Y no hablo de este caso en concreto, sino de la vida en general: de las relaciones, de las expectativas, tan culpables de que esperemos de quien no debemos esperar, sean padres, hijos o espíritus santos.
No podemos controlar lo que sienten o hacen otros, pero sí aprenderlo todo sobre esto que somos. Convertirnos en protagonistas para, desde ahí, relacionarnos con el resto de personajes que, a su vez, serán el centro de su historia. Quizás así consigamos algo de inmunidad ante lo inesperado de la vida.