Al taxista la victoria del Madrid le dio igual. “He visto demasiadas cosas cuando era camarero”. Dice que los jugadores pasaban la cuenta de las copas a los socios después de las derrotas. “La pagan ellos”, brindaban en los reservados de los bares desde donde escucharon el navajazo a Aitor Zabaleta. Era el ruido de fondo de los 90. El taxista pasó del fútbol —“de todos los equipos”— al verse entre los bardeos y los niños ricos que celebraban fallar goles cantados. Dobló la esquina de Puerto Rico mascullando algo sobre las oportunidades: todo el mundo conoce a alguien que estuvo a punto.
A mí me quitó del fútbol un tiempo Messi, un trauma más normalito que los muertos y los secretos de barra. Fueron los días de la
impotencia. Los niños de la séptima sufrimos con la querencia de los balones que se agarraban a las punteras del maldito enano como si reconocieran en él a un padre que salió a por tabaco.
El domingo apareció Marcelo para vengar la ira de entonces en una acción como metáfora de la carrera de Messi: al final está el Real Madrid. Los treintañeros vimos en Marcelo el último haz de solera que tiene la decadencia física. Robar limpiamente la pelota al último adulto plenamente obcecado con ella es un gol y así lo celebró nuestro hombre, capaz de ganar el sprint de su vida sacrificando su reserva de profesionalidad en el altar de Cristiano, bajo la mirada de Cristiano, empujado por no defraudar a un amigo más que por el escudo.
“Tuvo que hacer las pruebas dos veces. El Barça le sacó los cuartos al padre”. Con pocas ausencias he estado tan obsesionado como con la de Messi, no sé cuántas veces habré hecho el cálculo de sus sobras, y hubo un momento en el que no estuvo, que el Barça no lo vio claro, un instante en el que Messi no existió tal y como lo conocemos ahora, según contaba el taxista, que despotricaba sobre el negocio del fútbol haciendo el gesto del dinero para redondear la reunión de lugares comunes.
Entré al coche buscando opiniones rotundas sobre lo de la otra noche, compartir el alivio con alguien, repartirnos los tres puntos y el liderato cortados por los argumentos facilones, y encontré la posibilidad de no haber vivido ninguno de los días malos. Casi diez años después no habría merecido la pena no asistir al robo más bello de la historia, con su cargas de nostalgia y rabia, y haber escrito esta exageración. Esos cinco segundos son intransferibles: valen más que cualquier atisbo de la tranquilidad perdida.