Estos días salen publicados los listados con los mejores colegios de España, signifique lo que signifique eso. En la enumeración de los criterios que se usan para puntuar a dichos centros aparecen la variedad de extraescolares, el espacio en las aulas y las notas en selectividad. Algo se dice de los profesores, pero poco, cosa que me sorprende. O no.
Se tiene en cuenta la formación continua, también los cursos de reciclaje que tienen a su alcance, pero poco más. Y resulta que el profesor es el puntal sobre el que todo se sostiene: un buen o un mal docente te cambia la vida.
Pero nadie nos cuenta si a los profesores de nuestros hijos les gusta viajar, qué países han visitado, qué deportes practican; si son personas curiosas, ni por qué decidieron dedicarse a la enseñanza. No nos informan sobre su estabilidad emocional, cómo andan de empatía o cuántos libros leen al año. Si disfrutan conversando, si rezuman paz y tolerancia. Si se rodean de buenos amigos. Si tienen sentido del humor y del amor.
No sabemos si les gusta ir al cine, si hablan varios idiomas, si se levantan cada día con el objetivo de dar lo mejor de sí. Desconocemos si son valientes, si toman las decisiones adecuadas por las razones adecuadas, hasta dónde llega su inteligencia emocional.
Pueden ser personas seguras de sí mismas, o no: con lo contagiosa que es la confianza y también la ausencia de ella. Nada nos cuentan sobre su capacidad para convertir los sueños en metas, para trazar planes de acción que les lleven, a ellos y a sus alumnos, desde dónde están hasta dónde quieren estar. Si su sueño fue siempre enseñar. Ojalá. Ignoramos su capacidad de análisis, si son pacientes y responsables, si chorrean espíritu de superación.
Nadie nos asegura que no tengan faltas de ortografía, que su léxico sea inmenso, que sean ese ejemplo que complemente al que les queremos dar algunos en casa. Me gustaría saber si los maestros de mis hijos pueden enumerar cien cosas extraordinarias, como el sonido de la aguja al posarse sobre el vinilo o el olor de las mimosas. Si se les erizan los vellos al contemplar su cuadro favorito. Si tienen un cuadro favorito. También si bailan, cuántos grupos musicales conocen, si se les saltan las lágrimas en algunos conciertos.
Ojalá me dijeran cuál es su mayor talento y cómo lo aplican cada día en clase; qué opinan sobre el feminismo, el machismo, la homofobia y el racismo. Cuánto se conocen a ellos mismos y cuánto conocen a sus estudiantes. Qué cantidad de esfuerzo están dispuestos a emplear en un niño con dificultades, porque ese es el que más les necesita. Si son capaces de enseñar mediante la emoción, que es la única manera de enseñar. Si cuentan historias sobre los hombres y las mujeres que han cambiado el mundo. Si son felices.
No encuentro las palabras para definir nuestro sistema educativo, pero ridículo e incoherente servirían mientras tanto. Niños que pasan de curso en curso con tropecientas asignaturas pendientes, que solo pueden repetir una vez por ciclo, aunque no superen el nivel mínimo. Que se presentan a los exámenes de recuperación diez días después de suspender, durante el mismo junio.
De poco sirven los laboratorios, las instalaciones deportivas y los ordenadores si los profesores no se dejan el alma compensando un engranaje que chirría a más no poder. Lo único que podría salvarnos de la debacle de una generación repleta de ignorantes sería una generación de profesores superlativos, dispuestos a equilibrar el desastre con sabiduría, dedicación y pasión por su trabajo. Ellos serían el mejor colegio.