Alguien, en algún momento, se inventó que los seres humanos, una vez hemos tomado una decisión, debemos permanecer aferrados a ella de por vida. Me gusta esta persona, nos ennoviamos, nos casamos, tenemos hijos y eso es para siempre. Y, si no, vaya fracaso.
A los dieciocho me llama la atención el Derecho, así que voy a la facultad, me zampo unas pasantías, luego trabajo en un bufete y, con suerte, monto mi propio despacho. Como te desvíes en algún tramo del camino y decidas tomar otro que te guste más, eres un culo de mal asiento, un disperso de tres pares. Pasa un poco lo mismo con las aficiones: ay de ti si en enero te da por aprender a tocar la guitarra y en octubre te interesa la alfarería.
Esta creencia limitante se ha contagiado al mundo empresarial y fastidia, sobre todo, al emprendedor con intereses diversos que, por aburrimiento o por la necesidad de incrementar beneficios, se plantea variar su actividad, diversificar su fuente de ingresos.
Soy guía turístico en Galicia, realizo trabajos para algunas agencias y estoy harta de explicar el mismo rollo al mismo tipo de gente; tengo ganas de desarrollar alguna labor que ayude a la gente, me encantaría trabajar con mujeres; también me apasiona escribir y poseo una facilidad pasmosa para conectar con otras personas. Vaya sarao, así no voy a ninguna parte. O sí. Porque la creatividad y el pensar fuera de la caja son habilidades básicas en un momento en el que podemos inventarnos nuestro trabajo, en el que es posible reducir los costes fijos al mínimo y poner la imaginación al servicio de nuestros objetivos.
Pero somos herederos de un funcionariado histórico, mental y emocional que confunde estabilidad con conformismo y seguridad con inmovilidad. Vamos a inocular a las generaciones venideras el mismo miedo con el que hemos crecido nosotros. Animemos a nuestros hijos a opositar para un empleo que lleva jodiéndome la vida treinta años porque me aterroriza ese abismo que para él no existe. Consigamos que ellos también se quejen durante las próximas décadas y consigamos que se mantengan inertes ante la tortura. Y de aquellos barros estos lodos. Y de esas pesadillas heredadas al convencimiento de que lo mío es un caso de dispersión como la copa de un pino.
El método para comprobar si mis múltiples ideas pueden convertirse en un proyecto con cara y ojos se basa en saber quién es mi público, algo que todos deberíamos tener claro, ya queramos crear una empresa o no. Como personas, nuestro público son aquellos que nos rodean y que se acercan a nosotros por alguna razón que nunca es casualidad: sé escuchar, tengo la capacidad de tranquilizar o hacer reír a mis amigos, soy una persona interesante. Como empresario, debo conocer a mi público porque mis ingresos llegarán al satisfacer sus necesidades y, para ello, debo saber cómo hablarle, qué le emociona, por qué está dispuesto a pagarme a mí y no a otro.
Si soy capaz de empaquetar todo eso en lo que destaco por encima de la media para ofrecérselo a un mismo tipo de cliente, el negocio es factible. Si tengo la habilidad de montar viajes a Galicia para mujeres, en los que les enseño lugares alejados de los circuitos habituales y consigo que en esas jornadas aprendan algo nuevo, conozcan a otras mujeres y descubran algo sobre ellas mismas, las estaré ayudando. Si ese viaje supone un antes y un después les habré regalado algo que no tiene precio. Si aprovecho mi talento para escribir y describir esas vivencias y luego enviárselas encuadernadas a cada una de ellas, mejoraré aún más su experiencia y le estaré poniendo la guinda al pastel. No es dispersión, es polivalencia.