Normalmente, el día que escribo mi columna, leo las noticias para salirme del redil; contar algo que nadie está contando, pero que al mismo tiempo interese. La cosa se me complica en un momento en el que el bichito lo ocupa todo incluyendo el cuerpo de la que escribe.
Me ha visitado la versión amable, menos mal. Síntomas soportables y el consuelo de que los míos están bien y de que esta tos infumable quizás suponga la inmunidad en un futuro.
Llevo un par de días elucubrando mucho sobre dos colectivos que hasta ahora parecían no tener mucho en común: los presos y las monjas de clausura. Se me ocurre que la gran diferencia es el propósito divino de las segundas, aparte de la libre elección, claro. Por qué no me ha dado por pensar en los marinos o en casos menos distantes entre sí es un misterio.
Otra nueva distracción es observar las nubes, los pájaros y los aviones que pasan sobre nuestras cabezas y que se oyen mejor que nunca. Son libres, me digo cada vez, engañándome. Miro los árboles, ignorantes del sarao y que deben andar tan alucinados como nosotros de que un día nieve y al siguiente tomemos el sol en los balconcitos.
Me cuesta, pero le pongo empeño, en prestarle atención a las noticias chorras, esas que normalmente me encantan, pero que ahora se me atraviesan. No es buen momento para ponerse trascendental y profunda, joder. Unas fotos de modelitos, potingues y peinados imposibles suavizan tanta crudeza, mitigan el dolor. Ese al que quiero girarle la cara porque no está en mis manos el minimizarlo, ni tampoco el comprenderlo.
Para las mentes simples y cuadriculadas como la mía, que necesitan respuestas, plazos y planes de acción, la inactividad ante el problema es una tortura. Y ahí estoy, contando chorradas desde mi cuenta de Instagram, por si alguna de ellas dispara una sonrisa donde antes se fruncía el ceño. La risa, de nuevo, como antídoto ante una realidad demasiado oscura. La risa, tan denostada a veces, siempre es mi remedio.
Mi otra ocupación mental es, inevitablemente, planear qué haré en cuanto nos suelten. Me gusta esa expresión, suena a fiesta popular y a alegría. Me van a soltar en algún momento y tengo clarísimo que quiero caminar mucho, más de lo que lo hacía, que ya era.
Quiero volver a mi preciosa oficina de techos altos y vistas al edificio de la SGAE. Pienso mucho en las plantas, que tendremos que reemplazar porque no podemos ir a regarlas. Iré a comerme un bocadillo de queso brie y jamón serrano, bien calentito, al Cafetín y lo acompañaré de un té con leche. Allí lo ponen en taza grande, una maravilla inusual en las cafeterías. Frente a mí: Leire, mi socia adorada, tan joven y tan despeinada. Y tan lista y tan graciosa. Reiremos hasta llorar, como siempre. O como nunca.
Desde allí saldremos pitando hacia la librería Amapolas en octubre, para besuquear a Laura, la mujer altísima y mágica que ha creado un espacio que huele a flores, a velas y a libros en plena calle Pelayo. Amapolas va a seguir ahí porque lo importante de la vida es tener un hogar y ella lo es para muchos. Podéis, desde ya, comprar en su web los libros que queráis regalar o leer y ella os los hará llegar en cuanto esto termine. Aunque yo os diría que vale la pena viajar para conocerla y sentarse en sus sofás de terciopelo azul, que chorrean letras, charlas e historias.
Mientras escribo, se disipa la niebla que ha ido creciendo con los días, más desde que el bicho me impide continuar con la actividad salvaje, que es la que a mí me gusta por mucho que haya que tomarse la vida con calma. Pero es que mi calma llega con la creación, con hacer cosas por primera vez y cada tabla de gimnasia extenuante, cada reposicionamiento de mobiliario, cada texto a estrenar lo es.
La niebla se aclara porque estas setecientas palabras ocupan un lugar que antes estaba vacío, sobre la pantalla y aquí dentro. Lo mismo pasará con nuestras vidas cuando esto termine: llenaremos las calles de risas y el alma de primeras veces. Y eso es maravilloso.