Una mayoría abrumadora de españoles quiere unos "Pactos de la Moncloa" que apuntalen la salida de la crisis y la reconstrucción del país. Antes de que se resuelva la viabilidad de la propuesta, antes por tanto de que la oposición decida si participa de un proyecto impulsado por el Gobierno, cabe preguntarse a qué responde esta expectativa en una opinión pública zarandeada de continuo por las solapas de su optimismo. Es una duda sociológica.
Es probable que las respuestas frecuentes ofrezcan más información sobre sus autores que sobre la naturaleza de una aspiración refractaria al empacho de inquina con que se viene resolviendo el debate sobre la gran crisis de nuestra vida.
Habrá quien afirme que la mayoría de los ciudadanos son un rebaño de estúpidos sentimentales, obnubilados por la mitología de la Transición, dejando así huella de un cinismo y un desprecio sin paños calientes. Habrá quien arguya que la supuesta demanda de un Pacto de Estado frente al Covid-19 responde a intereses de parte y que si una mayoría de españoles la apoya se debe sólo a una retórica inducida por los encuestadores, dejando así constancia de una cultura despótica igualmente incompatible con la democracia. Y habrá quien concluya que ciertamente existe una inteligencia colectiva que, en momentos de profunda zozobra, orilla el lodo cotidiano y se sobrepone a los particularismos ideológicos y las legítimas diferencias para mantener viva la llama tibia de la esperanza.
Más allá de cuál sea nuestra consideración sobre las motivaciones del vulgo, persiste la cuestión del sentido del deber. No se trata ya de invocar la weberiana ética de la responsabilidad en el momento más grave de nuestra historia desde 1936, sino de pensar si se puede esgrimir una legitimidad democrática capaz de oponerse, en una situación como ésta, a un llamamiento a la conciliación.
Los pretextos invocados hasta ahora para eludir la cuestión -“Es un señuelo”, “Se pretende un cambio de régimen”, “No con Zutano”...- resultan tan peregrinos que sólo se explican desde la improvisación, el embotamiento y el resentimiento, cualidades colaterales de la animosidad. Entonces, todo el asunto y todo el debate apunta hacia el odio al adversario como sola respuesta.
Un odio tenaz, autosuficiente y automático en el dictado de los razonamientos y los discursos. Una animadversión capaz de ofuscar toda reacción por graves que sean las circunstancias. Un desprecio furibundo sobre el que se sustenta la dialéctica amigo-enemigo como motor principal del mundo y de la historia, por encima de la lucha de clases, de las ideologías o de cualquier otra consideración. Es decir: la aversión por encima de todo, el odio como único marco y perspectiva así vengan el Covid-19 o la peste negra.
En una lúcida entrevista de mi compañera de columna a Soledad Puértolas, la escritora advierte de la necesidad de defender la “finalidad del confinamiento” para “no caer en el desánimo y en el egoísmo más absolutos”.
La reflexión es tan sencilla y evidente que lo que sorprende es su indiscutible pertinencia. Otra vez la sociología. Pues bien, quizá haya también que explicar y subrayar y reiterar que la política tiene sentido sólo si es útil. Una verdad de esas que no tienen vuelta de hoja, pero necesaria en esta hora grave si no queremos sucumbir a la depresión, a la desesperanza o incluso a la misantropía.