El domingo, 3 de mayo, salí a hacer deporte a las siete y media de la mañana, el Paseo de la Castellana no ha visto más ciclistas y más caminantes en su puñetera vida. Todo bien, todo estupendo si nos comportáramos como los adultos que somos.
Pero no.
Carriles peatonales vacíos mientras en otros había hacinamiento y las amigas caminaban y charlaban animadamente sin mantener las distancias, vaya a ser que no se escuchen la una a la otra. Corredores sin mascarilla que te adelantaban a medio metro echando el hígado.
El paisaje se repite por la tarde, cada tarde. Desde mi ventana contemplo cómo grupos numerosos de gente, de nuevo sin mascarilla, pasean en grupo como si nada pasara. Nadie que contemplara la escena, y no supiera en la que estamos metidos, imaginaría que entre nosotros vive un bicho contagioso a más no poder y que, como te pille con patología previa o con unos cuantos años a tus espaldas, te mata.
Nadie diría que toda esa gente sabe, o debería saber, que aunque no tengas síntomas, puedes albergar al bicho y, por tanto, pegárselo al de al lado. No hay más que revisar los datos tras el test en el hospital de Alcorcón: uno de cada tres médicos está infectado y la mitad son asintomáticos.
En Islandia, donde han analizado a un gran porcentaje de la población, el 50% de los contagiados ni tenía tos, ni anosmia, ni nada de nada. Yo misma he comprobado en mi casa la invisibilidad del virus en mi hijo que, sin un solo síntoma, ha dado positivo en anticuerpos. Ya sé de dónde salió mi bicho misterioso, que apareció en unas fechas que hacían imposible que me hubiera contagiado en la calle. Así de silencioso, de listo y de cabrón es.
Que el bicho es mucho más listo que nosotros está claro. Él lo sabe todo sobre nosotros, dónde flaqueamos, donde arrear para vencernos, y nosotros no sabemos nada sobre él, excepto que salta de un humano a otro con una facilidad pasmosa. La información es poder y no estamos usando la única que tenemos. Manda narices.
Mientras el gobierno (o lo que sea) se devana los sesos (o lo que sea) en resolver si hay prórrogas o no, el común de los mortales (y nunca mejor dicho) se dedica a esparcir sus gotitas de saliva a lo largo y ancho de la geografía. Con este panorama, o nos encierran a cal y canto, con el desastre económico y emocional que ello conllevaría, o esto no lo para ni Perry.
Yo no soy política ni lo quiero ser, como le decía la niña al barquero, y todavía no entiendo en qué fase puedo hacer qué, pero me atrevo a sugerir el uso súper-mega-ultra obligatorio de mascarillas por las calles como medida de prevención. Esa medida incluiría, por supuesto, a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado que, cada mañana, ser reúnen frente al Viena Capellanes de la calle Génova y, tras tomar su café, charlan animadamente. Señores policías, quizás les sorprenda esta información, pero ustedes también son susceptibles de albergar al bicho en su interior. La placa y el uniforme le importan un huevo al bicho.
Ciudadanos españoles: de nuestra incomodidad, del coñazo que supone respirar con una mascarilla puesta y de lavarnos las manos hasta la saciedad, depende la salud de muchos y la economía de todos. No hagamos el gilipollas.
Gobierno español: vamos a hacer el gilipollas, se lo digo ya, a los hechos me remito. Tras la norma que obligue a llevar mascarilla, por favor, impongan unas buenas multas, de las que duelen, porque solo así reaccionamos los ibéricos. Triste, pero necesario.