Uno entiende que quien dirige una formación política no puede dejar de hacer consideraciones estratégicas respecto de ninguna situación, por extraordinaria que sea. La política tiende a construir pero para poder hacerlo antes necesita enfrentarse e imponerse a los rivales ideológicos, y ese empeño, igual que la conducción de un ejército en una contienda, implica desarrollar estrategias y concretarlas en tácticas.
Sin embargo, cuando este ejercicio se plantea en medio de una amarga conmoción, fruto de la pérdida de decenas de miles de vidas, conviene hacerlo con discreción y decoro, so pena de comprometerse seriamente en la consideración de la ciudadanía. Esta puede entender que los que aspiran a dirigirla tengan sus intereses y sus agendas; lo que no está tan dispuesta a aceptar es que esos intereses prevalezcan sobre el dolor y la desgracia de quienes los han de elegir.
La pandemia que nos ha sacudido ha propiciado fenómenos jamás conocidos entre nosotros. Uno que llama especialmente la atención es el tono prudente e institucional de voces que hasta hace muy poco se distinguían por su sesgo antigubernamental e incluso antisistema. Resulta que esta crisis les ha sorprendido con sus afines ideológicos dirigiendo ministerios, y a veces hasta resulta cómica la gravedad con que respaldan el criterio de la autoridad competente quienes hicieron su currículum dándose a su menosprecio.
Un fenómeno que en cambio llama poco la atención, a estas alturas, es el nihilismo destructivo de Vox, una fuerza que basa su éxito en soltarla cada vez más gorda, sin que sea para ello óbice haber hecho lo mismo que critica. Ejemplo de ello es su reproche a la poco oportuna manifestación del 8-M en Madrid, coincidente con su igualmente desafortunado mitin de Vistalegre, de pésima memoria para su propia dirección.
Lo que resulta desconcertante es la estrategia que gobierna la acción del primer partido de la oposición: no sólo porque no parece que sirva para favorecer sus intereses, sino porque está pecando de esa obviedad, rayana incluso en la grosería, que tan poco conviene exhibir en momentos como los actuales. Respecto de lo primero caben pocas dudas y cada día que pasa aumenta el estupor: cómo puede jugar a agigantar el desastre y el fallo del sistema un partido que es de Estado y que ha dirigido durante décadas gran parte de él, desde el gobierno central y desde un buen número de comunidades autónomas. Se entiende que lo haga el independentismo, o aquellos que desde la derecha más radical aspiran a desacreditar y enmendar el modelo vigente. Que lo haga quien ha contribuido a dar forma a ese sistema y lo sigue gestionando para millones de ciudadanos es increíble.
Pero peor es que la estrategia y su finalidad, meter presión al gobierno central con motivo de una pandemia de la que no ha sido único gestor ni responsable único, queden tan en evidencia como han quedado esta semana con el resbalón de Pablo Casado en el Congreso y la torpeza con aires de sainete de Ayuso, que ha sacrificado en el envite a una profesional respetada y de la que mal podía prescindir sin depreciar su propio sello de gestión. Malo es hacer lo que no debes; que se te note y encima te salga mal es una catástrofe. Estrategas así alegran el día al enemigo.