Antes de Pablo Iglesias, el domicilio de los políticos se consideraba territorio prohibido en España. También lo eran su vida sexual, su historial médico o sus hijos.
El tabú tiene explicación. En España, la concepción de la política es dualista y liberal –la vida privada y la profesional se consideran territorios relativamente independientes– en oposición a la concepción holística y puritana de la anglosajona, donde los pecados de la esfera privada contaminan la esfera pública.
En un país que, además, ha pasado por una guerra civil de chivatos, delatores y resentidos, el tabú parece no sólo moralmente correcto, sino también deseable.
Un solo ejemplo. De los hijos de los políticos no se hablado casi nunca en España. Y cuando se ha hablado, ha sido con el freno de mano puesto y el nivel de acidez diluido hasta extremos homeopáticos.
Ocurrió en 2009, cuando José Luis Rodríguez Zapatero se llevó a sus dos hijas a la Casa Blanca para que se hicieran una foto –oficial, no privada, el detalle es importante– junto a Barack Obama. Si hubo cachondeo, fue en redes, no en los medios.
Antes de la llegada de Pablo Iglesias a la vida política española, en fin, sólo los chivatos de ETA espiaban a los políticos, policías, militares y jueces en sus casas. Lo hacían para conocer sus horarios de entrada y de salida, cuántos escoltas les acompañaban, dónde aparcaban su coche o a qué hora llevaban a sus hijos al colegio.
El primer escrache español fue el del 21 de octubre de 2010 en la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid contra Rosa Díez. Allí estaban Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, entre otros doscientos alumnos más, llamando "asesina legal" a la líder de UPyD.
La extrema izquierda había importado el término escrache desde Argentina. Allí, la palabra denominaba el señalamiento por parte de algunas asociaciones de víctimas de los domicilios de los responsables de la dictadura amnistiados por Carlos Menem en 1990.
En España, los escraches se utilizaron para reventar conferencias, acosar por la calle o señalar los domicilios de líderes políticos democráticos. El populismo español se apropió de un arma utilizada contra torturadores y asesinos, le añadió una buena dosis de puritanismo anglosajón y la disparó contra políticos escogidos democráticamente por los ciudadanos españoles.
En algunos casos, por el simple hecho de oponerse a determinada medida reclamada por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH).
"Los escraches son un mecanismo democrático para que los responsables de la crisis sientan una mínima parte de sus consecuencias", dijo Pablo Iglesias en 2013. Es llamativo lo bien que encaja la frase en las circunstancias actuales.
"Escrache no es acoso, es interpelar a los diputados para que hablen con nosotros y no nos den la espalda", escribió Irene Montero ese mismo año. Vale el mismo comentario anterior.
Los que ayer escrachaban a Soraya Sáenz de Santamaría, González Pons, Begoña Villacís o Cristina Cifuentes gobiernan hoy en Barcelona y desde la Moncloa. Todos ellos cuentan con escoltas y en las puertas de los domicilios de algunos de ellos hacen guardia 24 horas al día, 7 días a la semana, varios agentes de la Guardia Civil.
"Hoy vienen los de derechas a la puerta de mi casa, mañana irán los de izquierdas a la de Ayuso", amenazó Iglesias ayer. "Si esto se extiende, en breve habrá gente en casas de los periodistas, esos que se han convertido en referente ideológico, y eso es mal", dijo luego. Debería haber dado nombres, para saber a qué atenernos. Los periodistas no tenemos la suerte de tener seis coches de la Benemérita en la puerta de casa.
No creo que quepa duda alguna de que la paternidad de los escraches españoles le corresponde a Pablo Iglesias. Él los ejecutó por primera vez en España. Él los alentó, primero personalmente y después como líder de Podemos. Él los razonó y justificó. Él dividió a la sociedad en víctimas y verdugos.
Y él fue el primero que defendió la idea de que es legítimo perseguir a los segundos hasta sus casas. De que hijos, pareja y familia son víctimas colaterales aceptables porque el fin justifica los medios.
Pocas cosas han encanallado más la vida en España, han enfrentado más a los españoles y provocado más crispación que esa barbarie que él ha patrocinado con tanto entusiasmo como irresponsabilidad desde 2010. Entiendo que no le gusten, porque son basura. Son matonismo, son guerracivilismo y son burrez. Los escraches deberían haber desaparecido de la vida política española el día después del acoso a Rosa Díez.
Pero los escraches son hijos de Iglesias. Todos llevan su firma aunque hayan sido organizados por simpatizantes de Vox, como él dice. Si tanto le molestan, que zurza el roto. Pero no como lo hizo ayer, amenazando a diestro y siniestro a gente que no sólo no ha alentado los escraches, sino que los ha criticado.
Que lo haga como se hacen estas cosas. Pidiendo perdón a todos los españoles y, después, presentando su inmediata dimisión por el daño causado a tanta gente.
Y si no quiere soltar la antorcha de la barbarie, si tanto cariño le tiene a sus vástagos, que nos ahorre por lo menos el espectáculo de sus lloros hipócritas.