En la muerte prematura de Pau Donés todo el mundo ha aplaudido su arrojo frente al cáncer y el entusiasmo con que apuró los límites de su voluntariosa vida de enfermo oncológico. Es decir, otra vez hemos asistido a una absurda mitología del valor del todo incomprensible para quienes entendemos el miedo a morir, la angustia de enfermar y el vértigo de no ser como una parte de la coreografía cotidiana de la existencia.
Me pregunto qué valentía se le puede pedir a un enfermo; qué última lección se le puede exigir; y por qué tienen tan mala reputación el temor de la muerte, la aprensión ante el deterioro físico y mental, o el pánico ante la eventual amenaza de desaparecer dejando atrás una estela de seres queridos más o menos desconsolados.
Me pregunto hasta qué punto la celebración del muerto perfecto, del enfermo animoso y silente, no es producto de una cultura estúpidamente refractaria a la natural angustia. Una cultura tan timorata y egoísta que no escatima parabienes y alabanzas ante la civilizada costumbre de mentir y disimular por no molestar a los demás con la crónica de nuestras aflicciones, por insoportable que devenga la existencia.
Me pregunto por qué demonios si la vida es sólo un accidente -por no decir, como Ciorán, un inconveniente- somos tan reticentes a aceptar que nuestros semejantes se duelan, se quejen y se lamenten cuando la enfermedad les alcanza, o cuando la sorpresiva desaparición de un familiar o de un amigo les arrebata la esperanza y les malogra el porvenir.
Pau Donés ha muerto después de haber compuesto algunos himnos sencillos que a muchos nos hicieron sentir un poco felices cuando éramos tan jóvenes que todo parecía al alcance de la mano. Es verdad que sus canciones quedarán para siempre. Pero ha muerto demasiado joven, penetrado por un cáncer, y ha dejado más o menos sola a una adolescente que dentro de veinte años, de treinta años, seguirá haciéndose la misma pregunta sin respuesta.
Esa es la pura verdad, por desagradable que sea. Difundir la falsa idea de una lucha, de una batalla, para referirse al desasosiego que acecha a quienes no pueden ser otra cosa que pacientes, es estúpido y cruel. Hagámonos un favor y desterremos ese tipo de metáforas, esos deprimentes lugares comunes que siempre aparecen como colofón y recreo de la desgracia. Al fin y al cabo, lo normal es que todos transitemos algún día un oscuro horizonte de enfermedad y de miedo.