Decimotercera y última semana de estado de alarma. Tal parece.
La cifra gubernamental de muertos sigue congelada en 27.136. A estos y sólo a estos se les rendirá un homenaje de Estado el 16 de julio con gran pompa, circunstancia y dirigentes europeos. Los 20.000 restantes, dado que para el Gobierno no existen, no merecen más homenaje que el silencio y sólo porque es feo encabezar la lista de la mortal ineptitud.
Decían los griegos que cada vez que se pronunciaba el nombre de un fallecido se le devolvía a la vida. Los descartados de esta foto fija, estarán doblemente muertos.
El homenaje incluirá también a los servidores públicos que han luchado contra la enfermedad. Justo a esos a los que se les mandó a la guerra desprovistos de casi todo. No sé si los que cayeron están entre esos 27.136 fallecidos que el Gobierno ha decretado. Pero qué más da.
Sánchez/Iglesias nunca visitaron la morgue del Palacio de Hielo, tampoco se acercaron a ningún hospital. Les han sido ajenos tanto los vivos como los muertos. Un argumento que rebatir o que utilizar en las sesiones parlamentarias. Una excusa para el confinamiento más duro. Un pretexto para crear una “nueva normalidad” en la que hay menos libertad y menos dinero que en la normalidad antigua.
- ¿Conoce usted el estado de mis hombres?
- Sí, naturalmente tendrán que morir algunos, muchos posiblemente…
- ¿Ha calculado el porcentaje de bajas?
- Sí, digamos que un 5% morirá en el primer envite, un cálculo muy generoso, otro 10% morirá en tierra de nadie y un 20% en las alambradas. Nos queda el 65% y con lo peor ya hecho. Pongamos que caiga otro 25% en la cumbre de la colina, aún continuaríamos con una fuerza más que suficiente para defenderla.
- ¿Está diciendo que más de la mitad de mis hombres ha de morir?
- Sí, es un precio terrible, coronel, pero tendremos la colina.
El diálogo entre el ambicioso general Broulard y el coronel Dax en la película Senderos de Gloria de Kubrick, es aparentemente sólo un alegato pacifista, pero creo que vale también para explicar lo que hablando de poder, unos llaman inteligencia y otros, falta de escrúpulos.
Recuerdo al inicio de nuestro tardío conocimiento de la pandemia, en esos tiempos de la gripecilla del pangolín, de esa epidemia de corresponsal en el extranjero –Asia primero, Italia después– cuando nos escandalizaba que China anduviese mintiendo sobre la cifra de muertos o cómo hacía callar a los médicos y periodistas que habían revelado tempranamente la magnitud de la enfermedad, y la sorpresa por la dureza del confinamiento al que sometían a los ciudadanos de Wuhan.
Propio de regímenes comunistas, nos decíamos. Tan lejano, tan absurdo todo. Y ahora tan cotidiano.
Admitida la primera mentira, es difícil no acabar siendo rehén del mentiroso. El entramado Sánchez/Iglesias miente porque sabe que puede hacerlo casi con la misma impunidad que Xi Jinping. Lo han probado y como los ludópatas ya no pueden dejarlo.
¿Y nosotros? Como bien saben Sánchez/Iglesias, de no andar artificialmente divididos en bandos, no hubiésemos tolerado siquiera la primera de las mentiras, pero llegados a este punto, nuestra flexibilidad parece infinita y nuestra credulidad también.
El lunes se inicia la “nueva normalidad” con la vista y el susto puestos en Pekín, concienciados de la fragilidad de esta libertad que se nos otorga, agradecidos de que se nos dé y dispuestos a olvidar desmanes y mentiras con tal de volver a la normalidad de antes.
Con eso también cuentan.