Se acabó la primera temporada del estado de alarma. Como en todas las malas series, se ha visto que los últimos episodios eran innecesarios, el argumento forzado, la trama absurda y el desenlace -aun dejando vislumbrar una segunda temporada- tan lleno de malos trucos y argumentos imposibles, que dan poquísimas ganas de que se repita.
Entramos sumisos y salimos pobres y enfadados. Algunos, con el Gobierno. Otros, con la oposición. Y sin embargo, la mayoría descontentos con el modo en que se ha gestionado todo.
Empezamos aplaudiendo y hemos acabado a voces. Nunca un Gobierno ha tenido a un pueblo tan dispuesto a creer, a confiar, a salir adelante poniendo al mal tiempo bizcochos, juegos en familia, videoconferencias y clases online. Jamás una sociedad había sido tan solidaria. Ni a un Gobierno se le ha dado tanto capital para enfrentarse a una crisis, y nunca lo ha dilapidado tanto.
Y ahora, en esta recién inaugurada situación a la que llaman “nueva normalidad” se suceden los rebrotes de la enfermedad como para dar la razón a un ejecutivo que busca desesperadamente su exculpación. Porque hay que convencer de que la responsabilidad no es del Gobierno, que la culpa es nuestra por nuestra actitud imprudente.
Y no diré que no. He visto fiestas en las playas, gente que se abraza, terrazas con menos distancia de seguridad que en una orgía, y la displicencia de esos para los que llevar mascarilla por la calle es de cobardes.
También todo lo contrario. Gente responsable, comercios con más protocolos de seguridad que en Fort Knox y ciudadanos para los que la enfermedad no es una entelequia sino que ha sido, o es, una realidad y no piensan ponerse en riesgo.
Hay de todo. Por eso propongo un trato: nosotros, la sociedad, la gente corriente, asumimos nuestra responsabilidad en lo que ocurra a partir de ahora, y el Gobierno acepta la suya por todos los muertos (también por los que se empeña en no contar). Creo que es lo justo.
Pero me temo que no va a ser posible. Si los aplausos se convirtieron en caceroladas o en silencio, no fue porque los sanitarios hubiesen dejado de merecerlos ni porque el fascio se hubiese adueñado del espíritu de los ciudadanos.
Quien estaba enfadado, optó por la cacerola y quien consideró que con esos aplausos servían de coartada al Gobierno por su negligencia criminal, prefirió el silencio.
Y como diría Pablo Iglesias, el miedo ha cambiado de bando. Nosotros, por miedo hemos estado dispuestos a entregar nuestros derechos y libertades. Pero a lo que temíamos era a la enfermedad y a la muerte.
El miedo de Sánchez/Iglesias y del resto del consejo de ministros es otro. Temen a la gente. Mucho. Por eso, como decía la semana pasada ni pisaron una morgue ni han pisado un hospital. Por eso, de la calle sólo conocen el asfalto por el que transitan sus coches oficiales. Por eso, cincuenta agentes de la Guardia Civil custodian el chalet de Iglesias/Montero porque las protestas de la gente les molestan. Por eso, Marlaska huía ayer del Congreso de los Diputados.
Por eso la crispación, los nervios, las acusaciones, las palabras gruesas, la histeria de sus voceros mediáticos y más cortinas de humo de las que podemos digerir.
Ayer el ministro Ábalos salió a la calle, pisó Atocha y fue increpado por los comerciantes de la estación. Exigían cuestiones concretas, no cosas de fachas. Ábalos huyó. Ya habrá tiempo de culpar a otro desde el Congreso, desde la prensa o desde su televisión.