"Por favor, presta atención a las indicaciones. Es muy importante que estés concentrado. Vamos a entrar". Habla Belén, enfermera, justo antes de abrir la puerta que conecta con la zona cero del coronavirus. Como ella, miles de sanitarios repiten este ritual desde hace tres meses. Día y noche. Ojeras, sudor, ansiedad... y un daño psicológico que se reproduce cada vez más rápido entre los habitantes de esta trinchera.
"Vas a ponerte en nuestros zapatos (...) Guarda tu mascarilla y colócate ésta. Ahora, las calzas y el gorro. También las gafas. Si te mareas, avísame". En la sexta planta del Complejo Hospitalario de Navarra, hace mucho calor. Cinco minutos dentro bastan para romper a sudar. Las lentes se empañan y los pantalones se adhieren a las piernas. No me mareo, respondo, pero creo que caería redondo tras cuatro o cinco horas aquí dentro.
Esta planta es todas las plantas del país; y los trabajadores que la nutren... son todos los trabajadores. En Belén y sus compañeros me topo con esos rostros que aparecen en los telediarios. Vistos aquí, de cerca y en acción, golpean mi conciencia con una fuerza brutal.
"Cada vez somos más los afectados mentalmente y no sabemos cómo ni cuándo se nos va a pasar. Si el rebrote es fuerte, ¿lo soportaremos?", me dice otra enfermera. En el campamento base de este pasillo, jamás se habla en condicional sobre la vuelta del virus. Estos sanitarios -imagino que sucede igual en todos los hospitales- se indignan ante la absurda invencibilidad recobrada por el grueso de la población.
En Pamplona, por ejemplo, cientos de "cuadrillas", borrachas de insensatez, planean encerrarse en el Casco Viejo de la ciudad para celebrar unos sanfermines que ya han sido suspendidos. "No lo entendemos, de verdad que no lo entendemos...", musitan.
En cada habitación, hay una cama que mira a una pared blanca. Belén coloca su mano en ella y dice: "Esto es lo último que han visto muchos de ellos. Lo peor es que se han muerto solos. No podemos volver atrás".
Miro un colchón vacío. ¿Cuántos incorporaron su espalda para regresar a casa? ¿Cuántos cerraron los ojos para no abrirlos más? ¿Cómo es posible que, en esta sociedad tan confortable, en el siglo del progreso, miles de personas hayan dejado de respirar sin nadie que les cogiera de la mano?
Mónica, también enfermera, incide en esas manos que nadie ha podido acariciar: "La cercanía y el cariño son dos pilares muy importantes de nuestro trabajo. El virus nos lo ha puesto muy difícil. Nos ha obligado a reducir los tiempos con los pacientes y a mantener esas distancias tan frías".
El pasillo es estrecho, de algo más de un metro. Imagino las camillas a la carrera camino de la UCI. En cada puerta, hay varias bolsas de basura. Porque el material se desecha en cuanto deja de estar en contacto con el virus. La coreografía para vestirse y desvestirse consta de cuatro pasos. ¿Y si fallo? ¿Y si he rozado la camisa? Imagino que estas preguntas percuten las cabezas de los sanitarios cada noche.
Un silencio sepulcral inunda esta planta. Quizá porque la dichosa curva haya disminuido y los pacientes sean menos, pero seguro que también responde a que esta enfermedad tan perra, armada de neumonías bilaterales, aletarga a quienes la padecen. Un hombre ingresado por coronavirus me contó que medía sus fuerzas contando las páginas que aguantaba sin quedarse dormido.
Alfredo, el gerente de este Complejo Hospitalario, me explica que, en los días de mayor crudeza, las seis alturas del edificio se dedicaron en exclusiva al Covid. A punto estuvieron de emplear también algunos quirófanos tradicionales. El mayor riesgo -discurre este experimentado doctor- es la posible coincidencia de la gripe convencional con la resurrección del coronavirus.
Cuando dejamos atrás la "zona sucia" -así lo indican varios carteles-, suena el teléfono de la centralita: un nuevo ingreso. Otra vez ese silencio espeso. Afuera, las nubes color plomo anuncian tormenta.