Después del secuestro civil del confinamiento, después de los muertos mal contados y al peso, después de los lloros y las queridas, de los bandazos y el precipicio, hemos descubierto que el problema eran los conguitos, que sojuzgan África entera. Que el cacahuete envuelto de cacao no tenía alma era algo que nos sospechábamos antes de que estallara esto de las estatuas y del cantor de jazz.
Uno siempre vio los conguitos -y a los negros del Mortadelo, y hasta al moreno del WhatsApp- como una diversidad racial cachonda, sin cuotas, que es la mejor. Benetton sacaba sus anuncios interraciales y el español de a pie se sabía que, de todos los pueblos del mundo, era el menos racista. Pero el que más se culpaba de haber llevado los latines al Altiplano.
Pasó que después de la pandemia, en lugar de irse a la fábrica de la Nissan o a varear olivos o a defender la Ciencia y la Seguridad Social, la masa crítica que va de la socialdemocracia al populismo se viene encerrando en estas estupideces que tanto nos distraen: los conguitos, el revisionismo, la sexualidad de los recién nacidos y demás teologías...
Al caso Dina y al chiringuito festivo/sentimental de Iglesias le ha correspondido, en justicia histórica, esta lucha mundial contra los confederados y contra Colón, que se ve que exterminó el Congo y ejerció el heteropatriarcado con Rodrigo de Triana, Isabel de Castilla o la planta del tomate.
A cada etapa sentimental de Iglesias -el hombre que lloró cuando tocó el cielo y se despejó para siempre la hipoteca-, le viene siempre una fase histórica añadida: en el principio el 15-M, y Tania, y después la madurez y la estabilidad, el padre de familia y que lo que venga, bienvenido sea. Por medio, recuerden, los besos apasionados con Xavi Doménech en el Congreso y el huevo en el CNI, que te hace fuerte en todo lo que sea el apasionante mundo de las cloacas.
La cosa es que el caso Dina coincide con lo de los conguitos, con una revuelta falsa de quienes pasan por ser subversivos y llevan una camiseta de Simón para el que piden el Nobel. Buena gente, en suma...
Tenemos un país que no nos merecemos.