Érase una vez un caballero de esos de armadura. Erraba por los bosques en busca de una princesa que rescatar. Se había provisto del más bello yelmo, y se había mandado labrar una cota de malla más brillante que útil. Más pesada que efectiva.
Salió al encuentro de algunas damiselas en apuros, a las que ofreció sus servicios: las protegió de dragones de intestino ardoroso, de esos incansables que de tanto atormentar endurecen a la bella sufriente; y combatió por ellas esas rancias convenciones tradicionales, de las que él, sin saberlo, formaba parte.
Espada en ristre y justiciero, le gustaba pensar que de caballero no tenía solo el título, que los cronistas compondrían odas sobre él y sus hazañas de hombre bueno. Que era un adelantado a su tiempo, una época todavía anclada en grandes relatos de héroes anticuados.
El galán erraba en una pura contradicción, un caballero anticaballeros, un libertador de doncellas libres. Su expedición, en verdad, tenía como objetivo hallar la dama que lo despojase de su misión. Vestido de épico príncipe azul esperaba, sin saber cómo, que una diosa inteligente supiera ver a través de su coraza.
Aconteció que una mañana, hastiado y exhausto, ató el jamelgo en la caballeriza y pidió una jarra en una taberna de paso. Jamás habría imaginado que a su lado se sentaría (¿o ya estaba cuando él llegó?) una reina disfrazada. Sin celada, ella supo mirar a través de su mirada y él quedó prendado de lo que se adivinaba tras los falsos ropajes.
Cabalgaron juntos colinas y anocheceres, atravesaron las líneas enemigas e inventaron su palacio mientras ambos se iban despojando él de sus armazones y ella de sus caretas. Hasta que una mala tarde, la reina empezó a brillar y él se descubrió desnudo en el reflejo de sus alhajas.
El caballero se sintió pequeño, inútil, desprovisto de todo atractivo. Y además, envejecido. Recorrió las estancias del castillo en busca de sus viejas armas, rememorando el pasado, para recuperar los momentos en los que su idolatrada le había enseñado a desprenderse de los blindajes. Pensó que tal vez podría volver a los días que la impresionaron y -él lo sabía- aquellos ademanes que la enamoraron.
Hastiado, exhausto y torpemente embutido en su vieja armadura, se atavió de todos sus pasados y se presentó en los aposentos de su favorita, pero ella ya no estaba. Sólo quedaba, en el mágico espejo, su reflejo. Coronada y cetro en mano, él leyó en su imagen que le agradecía los servicios prestados, y que en su reino siempre sería feriado el día en que conoció al caballero que le enseñó a ser dueña de su destino.
El viejo héroe se caló cabizbajo su hermoso casco que, pasada la herrumbre de los años, ya no era igual.
Pero le sirve, oculta de nuevo su mirada.
Hoy, de nuevo armado, cabalga las colinas y ya no para en las fondas, duerme al raso y carga el peso de su duda: si era esto lo que no contaban las novelas heroicas... ¿adónde me llevas, penco?