Por prescripción facultativa evito escribir de fútbol, así que no voy a romper la rutina. Dicho lo cual, el escándalo del verano no es la salida al extranjero de Juan Carlos I ni la imputación del partido de Iglesias. El Emérito volverá antes o después y si la investigación a Podemos acaso desemboca en apertura de juicio, para cuando haya sentencia los cielos ya habrán sido asaltados y expropiados.
Digo que el asunto de este agosto es cómo un señor de Singapur, de apellido Lim, destroza uno de los cuatro grandes de la Liga española con tal saña que anoche soñé que detrás estaba Florentino, en venganza por los títulos que Mestalla le madrugó a sus galácticos.
Habrá quien piense que la calamitosa gestión de los dirigentes que precedieron al millonario singapurense justifica el desguace del club. Y que la irrupción de éste en las instalaciones, salpicando de sangre las paredes y dejando un reguero de miembros amputados a su paso, aunque pueda inducir a la náusea es el justo castigo a los errores del pasado. Pero eso vendría a ser como congratularse de que Bon Scott o Jimi Hendrix pagaran su afición a la mala vida ahogándose en sus propios vómitos.
Hay quien cree que el desencuentro sanguinolento entre Lim y la afición valencianista es fruto de un choque cultural. A un lado, la disciplina marcial y el culto a la obediencia propios de la mentalidad asiática, que lleva a sus gestores a actuar con puño de hierro y a exigir plena sumisión a sus empleados. Al otro, la ruta del bakalao. Nanai de la China.
El respeto a los mayores, a la tradición, a los héroes típico del mundo oriental no ha asomado por Valencia en seis años, y sí actitudes y gestos que a alguno nos recuerdan al perverso Fu Manchú. Hablo del poderoso hombre de coleta y ojos rasgados que maquina a toda hora cómo vengarse de Occidente, una caricatura de la literatura y el cine que hoy sería censurada por la omnipotente corrección política.
Por incumplir, Lim ha incumplido incluso los compromisos firmados cuando adquirió la mayoría de las acciones del club: enjugar la deuda y terminar el nuevo estadio. Y ha aprovechado que la pandemia ha vaciado los graderíos y desactiva las concentraciones para perpetrar su última carnicería en el vestuario. Sin una sola explicación, como si sólo hubiera de encomendarse a Dios. O como si él fuese Dios. Qué grandísimo error. Dios es blanquinegro. Y pronto va a manifestarse.