Andaba yo librando un domingo del otoño de 2017, durante el esperpento churrigueresco del procés, cuando me llamó Pedro J. Ramírez para mandarme cagando leches al centro de Barcelona. Los independentistas habían convocado una manifestación frente a la Delegación del Gobierno y amenazaban con quemarla hasta sus cimientos.
En aquel momento, ese tipo de fanfarronadas todavía sonaban creíbles porque los líderes de estos encargados de almacén de barretinas y misales aún no habían huído de la Justicia en el maletero del coche de sus mujeres. Así que abandoné la tabla de quesos que me estaba jincando con la de Cuenca en el bar Collonut del barrio del Guinardó y me fui hacia allí tal y como me pilló la llamada.
Es decir, en uniforme de domingo. Chándal farlopero Adidas color verde Guardia Civil, zapatillas con más pigmento flúor encima que un congreso de unicornios y unas gafas Ray-Ban Aviator de esas que vienen con el carnet de piloto de F-35 incorporado.
Pueden imaginarse el cuadro.
Llegué a la Delegación del Gobierno media hora antes del inicio de la convocatoria y allí, más allá de una docena de policías nacionales tamaño XXL y unas cuantas lecheras, no había un solo independentista. Así que me di una vuelta por el barrio, esperando dar con el contenedor de basura en el que los aguerridos luchadores por la libertad habrían escondido los cócteles Molotov.
Pero allí no había nadie y los antidisturbios de la Policía Nacional estaban empezando a cerrar los accesos a la esquina de la Delegación. Ahí se me planteó una duda.
Si me quedaba en el interior del perímetro me iba a quedar atrapado entre los policías y los agrocarlistas cuando llegara la hora del reparto. Ya saben lo que dicen Lucas 6:30 y el Cuerpo Nacional de Policía: "A quien te pida, dale".
El problema era que si me salía del perímetro iba a ver las hostias a 100 metros de distancia y yo las Ray-Ban no las llevo graduadas. Vamos, que no veo un pijo a cinco metros de distancia.
Así que me metí en un portal cercano. Uno que me permitiría ver los mamporros a una distancia razonable, pero también esquivar posibles pelotazos de los antidisturbios. Yo soy periodista de política y lo mío son los análisis de morro fino, los artículos de segunda lectura, las columnitas de pitiminí y comer con Arrimadas, Ayusos y Cayetanas. Llámenme tonto.
[Eso de la trinchera y las heridas abiertas que enseñan hueso es para otro tipo de periodistas. Sobre todo cuando la guerra que estás cubriendo es tan boba como la del procés. Si la cosa no va a cambiar el mundo, yo no me juego el lomo, vamos. Y si lo va a cambiar, casi que tampoco].
Y, de repente, empezaron a llegar los independentistas. Primero, los de la CUP de la zona alta de Barcelona. Luego, los de la CUP de provincias. Se les distingue porque los primeros parecen protagonistas de un anuncio de Estrella Damm mientras que los segundos llevan más roña encima que un gato sin lengua. Esta gente ama tanto la tierra catalana que se la ha echado toda por encima.
Pasó un grupo de los primeros, me miró uno que parecía el príncipe de Beckelar con una estelada a modo de capita y le dijo a los demás: "Mirad, un secreta".
"Vale, no pasa nada, estos son de colegio opusino. Con una guantá a rodabrazo te llevas cinco por delante", pensé.
Pero luego pasó un grupo de esos que llevan la barretina a rosca y te llaman nenaza si no degüellas al cerdo con las uñas durante la matanza. "Mira el hijoputa del secreta", dijo uno.
Y ahí ya pensé: "No sé si es peor dejar que crean que soy secreta o decir que soy periodista de EL ESPAÑOL". Pero el grupo pasó de largo. Intuyo que pensaron que mis compañeros estaban demasiado cerca como para liarse a hostias conmigo sin arriesgarse a acabar con la cuatribarrada impresa en el lomo a base de porrazos.
La perspectiva, en cualquier caso, no era halagüeña. El chándal y las Ray-Ban Aviator iban a costarme una muerte lenta y dolorosa si me topaba con un indepe con cojones –la posibilidad es de una entre un millón, pero hay gente a la que le toca la lotería– y lo último que iba a oír en mi vida era El cant dels segadors.
En realidad, la anécdota es esta. La Policía Nacional repartió kilopondios de amor constitucional, los independentistas pidieron y les fue dado, y yo escribí mi crónica con la tinta de sus lágrimas. Nadie, por cierto, quemó nada. Suficiente tenían con gritar "¡eeeeehhhhh, ehhheeeehh!" cada vez que uno de los suyos veía la Estrella Polar en vivo y en directo.
Un año y pico después, Pedro J. Ramírez me encargó entrevistar a José Antich, el director de El Nacional. Al parecer, yo no soy el periodista preferido del nacionalismo catalán y el asunto costó un poco.
Finalmente, la cosa cuajó y la entrevista fue una de las más interesantes que he hecho, que es lo que suele suceder cuando dos personas de ideas radicalmente distintas aceptan hablar sin apriorismos.
A los pocos días, un amigo me contó que José Antich me había buscado en internet para saber de qué pie cojeaba yo mientras pensaba si conceder o no la entrevista. "¡Pero si este tío parece un secreta!", dijo cuando vio una foto mía con las Ray-Ban Aviator.
Esta segunda anécdota acaba aquí. Sé que en algún lado de esta columna existe una moraleja sobre la relación entre las gafas Ray-Ban, el nacionalismo catalán, los de la secreta y la incompatibilidad del catalanismo y el chuloputerismo. Pero no sabría decirles cuál es.
Yo sólo sé que la de Cuenca me ha regalado este año para mi cumpleaños unas Ray-Ban Wayfarer graduadas y que eso abre un nuevo mundo de posibilidades para mí como profesional del periodismo. Yo antes las hostias las veía como en un VHS y ahora las veré como en un blu-ray: definición perfecta.
Seguiré, eso sí, pareciendo un secreta. Suerte que vivo en Cádiz y ahí, cuando detectan a un secreta, le invitan a una tapa de atún de Barbate.