El posado de Irene Montero es lo que es. Irene es trendy desde aquel 8-M en que, entre virus y subempleadas, nos contagió/convenció de que había otro feminismo posible y diferente al de Carmen Calvo: el suyo, concretamente.
Antes, Irene Montero, ministra por la gracia de los Cielos asaltados, nos sorprendió con la tarta -primero- y con las confesiones a medianoche con la ETB -después-. Quiero decir que el posado de Irene, con Rolex o con Casio, tiene interés informativo y hay que decirlo. Si hemos visto a Simón como Steve Mcqueen en La gran evasión, qué razón hay para que la viceconsorte no nos deleite con glamour y esa cercanía que dan los posados y las playeras con plataforma.
Entre los vapores del photoshop más refinado, Irene Montero viene a decir que ser madre la sitúa en el mundo, en la realidad... acaso porque por la puerta de su Ministerio pasan carrozas sobre un sendero de baldosas amarillas. Y desde su balcón ve una Venezuela próspera más allá de los desmontes berroqueños del Guadarrama.
Irene Montero hace bien en famosearse en los medios que le dejan. Después de tener la lengua larga en el peor momento, sabemos que en el redundante cargo de ministra de Igualdad en una democracia va eso de dar un repaso a su existencia mientras alguien que no es Mario Testino va tirando de placas, poses, brillos. Y hay como una magia fotográfica momentánea y burguesa que nos hace sentir Lana Turner, Audrey Hepburn o El Cordobés en sus retratos más íntimos.
El posado de Irene Montero era necesario ahora que el padre de sus hijos tiene el vodevil que tiene encima y Moncloa sabe que la fama de frivolité, de momento, la lleva Sánchez.
Lo preocupante no es que se valore aquí la carrera ascendente de Montero -del código de barras gris a la bandera arcoirisgtbti-, lo flagrante es que media España haya debatido con saña sobre la marca y el tipo del reloj con el que Irene Montero (yo sí la nombro) nos ha aparecido en cuatricomía. Porque tenemos derecho a las fotos; a todas. De vivas y de muertos en estos tiempos tan extraños.
A España le revienta que ya no haya Gunillas marbelleras, y que gente del pueblo tenga el derecho a pasearse y guapearse en el cuché. Ahí está el nudo gordiano de esta polémica de verano que, por minutos, nos ha hecho olvidar lo de Ponce, que ése sí que es nuestro faro y nuestro guía en esto de las niñas -instagramers, activistas- que quieren ser princesas o Pantojas.