"Estas son las elecciones más importantes de la historia, en ningún momento los votantes se han enfrentado a una elección más clara entre dos partidos, dos visiones, dos filosofías o dos agendas. Estas elecciones decidirán si salvamos el sueño americano o si permitimos que una agenda socialista derribe nuestro querido destino".
A Donald Trump le asiste la bula del desafuero, así que sus mensajes mesiánicos contra el terror rojo demócrata llaman por igual a la risa y al espanto. El problema es que esa dialéctica tremendista de la confrontación está intoxicando el debate público en nuestro país. Con el agravante de que en España, lejos de ser privativa del populismo, crea escuela en la derecha clásica y en partidos y medios de comunicación proclives a invocar y enardecer la denominada guerra cultural, que es el eufemismo que se utiliza para hacer pasar por presentable el resentimiento antidemocrático.
En un país sin mayorías estables y necesitado de profundas reformas como el nuestro, tales arengas sitúan el debate público en el callejón sin salida del desencuentro y el boicot político e institucional. En definitiva, en el callejón de la ruptura y el hundimiento antes que en el de la reforma.
La pregunta pertinente entonces es si una democracia socavada por una crisis sanitaria y económica sin precedentes, y necesitada por tanto de puentes entre los diferentes antes que de más profundas e insalvables trincheras, tiene sentido que partidos de gobierno y comprometidos con la Constitución invoquen como deseable la guerra cultural.
La tesis es conocida y produce esa mezcla de estupor, vergüenza, risa y miedo que sentimos con las diatribas del loco del pelo rojo o con los antivacunas. Habría una izquierda investida de poder que se cree superior moralmente y que, desde esa supuesta peana de superioridad y desde las instituciones del Estado, estaría precipitando España por la pendiente de la destrucción tribalista y la subyugación de las conciencias mediante la victimización de las minorías.
Frente a este camino de perdición, la derecha ilustrada y valiente estaría clamando por disputar la hegemonía cultural que dicta los marcos mentales donde se dirimen la causa feminista, la convivencia o conllevanza del nacionalismo, y la traslación a las políticas públicas del desafío climático, los derechos reproductivos y sexuales, el debate sobre la eutanasia, o la relación con nuestro pasado.
Bajo la épica de una defensa numantina de los propios valores y de la propia idea de democracia se trata de imponer una visión binaria y una dinámica de banderías poco práctica para resolver conflictos en términos de acuerdo. La denominada guerra cultural viene a ser la continuación de la política por otros medios, que diría el prusiano Clausewitz, pues reduce la política a una sucesión de enfrentamientos en los que se prima a polarización sobre los matices, la dominación sobre la persuasión, los ultimatos sobre la negociación, y el fundamentalismo de la intransigencia sobre el pragmatismo de la convivencia.
Una idea tan emocional e imprecisa como la de "guerra cultural" sólo puede conducir a la disputa y la intolerancia irreconciliables. Una cosa es tener firmes principios y creencias fundamentados en una moral, una cultura y un compromiso democrático determinados. Y otra muy distinta renunciar fervorosamente a trasegar nuestras convicciones por el tamiz de la duda para apostar sin reservas por la yihad ideológica.