Llevo unos días haciendo surf rodeado de torpes como yo, en un curso liderado por muchachos que podrían salir en una peli de ésas que netflix promociona como trending now. Guapos, esculpidos y majetes. Esto último, tanto como para que no se les note la exasperante costumbre de vernos espanzurrados una y otra vez por olitas de (sólo) 20 centímetros.
Al cabo de unos días, ya me he levantado sobre la tabla unas cuantas veces. Y me siento Rambo cada vez que lo logro... tal es mi ignorancia, Rambo únicamente renunciaría a la ley del jeep con metralleta -rebajándose a cabalgar el corcho- si la pandemia de charlies sólo se pudiera combatir sorteando un maremoto.
En estos días de veraneo, he quedado con un par de amigas y con la familia de mi hermano. Siempre acompañado de mis hijas, que soportan como pueden el punto al que indefectiblemente llega la conversación: "Alberto, cuéntanos cosas que no se puedan publicar... cosas que sepas... ¿qué crees tú que ocurrirá con lo del virus?".
Entonces, siempre miro a mi pequeña Inés, a la que todavía hay que hacer libre y fuerte, y me pregunto si sirve de algo esto del periodismo. Y lo de la política.
¿Qué no se puede publicar? Pues, por ejemplo, una llamada el otro día, mientras apuraba un yintonis, de alguien que cuenta esas cosas -no es para que lo saques, ¿eh? sólo para que tengas contexto, pero te digo..."-.
¿Cosas que sé? Que lo de la unidad del Gobierno es un mal libreto de opereta cutre. Que se mantiene a flote, sobre todo, porque el poder es la aspiración de todo político. Como una exclusiva tocha es la mía.
¿Y qué es lo que va a pasar? Lo de siempre, nada... España es un país de atrezo. Aparentábamos ser ricos hasta 2007, mientras los corruptos nos robaban a manos llenas. Y luego parecimos pobres hasta 2016, aunque nadie se murió de hambre.
La ventaja de ser un país donde toda la política es una mentira es que, por ejemplo, las secesiones que en Yugoslavia costaron una guerra civil horrible aquí se saldan con memes cachondos y un fugado que se cree el quinto beatle.
Asistimos a un teatrillo barato, una farsa que no llega ni a tragedia de puro ridícula. Los guionistas nos cuelan entrecomillados de vodevil bajuno, y los recitan marionetas de quita y pon.
Cada mañana mientras vamos a la playa del Palmar para lo del surf, Inés se está aficionando a leerme en alto noticias que le destaca Google en su móvil. Entre lo de Messi y la última chorrada de alguna influencer, me cuenta que el Gobierno está peleado, sus presuntos socios enfurruñados y la oposición de morros... que se confirma la tradición de que si un ministro habla, constata que estaba mejor tostándose al sol. Y con la boca cerrada, que no entran moscas.
Y yo me pregunto por qué el algoritmo informativo no le sube, al menos al top five, la única noticia de los últimos días con la que mi niña aprendería a ser fuerte y libre: lo de la dimisión del comisario irlandés, poco atento a que lo fotografiaran sin mascarilla.
Qué bonito si Phil Hogan fuera trending topic, qué bonito que no nos pareciera un pobre idiota el político que cae arrollado (sólo) por saltarse una cuarentena, que no estuviésemos acostumbrados a líderes que, como un mal corcho, no se hunden ni bajo el tsunami económico del bichovirus. Qué bonito si Pedro, Pablo y los demás fueran capaces de tragarse sus dogmas siquiera por mantenernos a flote.