Estoy dándome prisa por terminar de leer lo último de Stanley G. Payne sobre la Guerra Civil no vaya a ser que, con la nueva Ley de Memoria Democrática que anuncia la vicepresidenta Calvo, además de retirarle la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica y algún honoris causa acaben secuestrando su obra por subversiva.
Y es que el hispanista texano dice cosas tremendas, que aún lo parecen más a la luz de acontecimientos recientes; por ejemplo, que en los años treinta del siglo pasado los socialistas españoles, al contrario que los del resto del continente, se subieron a la ola revolucionaria en lugar de contenerla, contribuyendo a imponer una agenda extremista en un país donde una gran parte de la población era moderada.
Según Payne, el PSOE rompió grandes consensos nacionales, concibió las reformas que había que llevar a cabo como una venganza, recurrió a una retórica sectaria, crispó la convivencia llamando "fascista" incluso a los partidos de centro y, en definitiva, asumió en su programa que había que excluir a las derechas, por moderadas y democráticas que fueran.
Leyendo a Payne me ocurre como a esos ex fumadores que se echan la mano al bolsillo del pantalón o de la chaqueta en busca de una cajetilla que dejaron de llevar encima hace años. Como si no hubiera pasado el tiempo.
Si la lectura del pasado que hace Payne fuera de aplicación a nuestro presente, el problema de España no sería una derecha que "no cumple la Constitución" (Sánchez), una derecha que justifica una "alerta antifascista" (Iglesias) o que incluso conspira para dar un golpe, "¿en qué andan contra el Gobierno constitucional de España?" (Carmen Calvo).
Si la lectura del pasado que hace Payne fuera de aplicación a nuestro presente, que ya es mucho decir, el problema de España sería un PSOE que se echa en brazos de minorías radicales y rupturistas en circunstancias extraordinariamente delicadas, en medio de una crisis económica, institucional y política sin precedentes que sólo necesitaría de una pequeña chispa para provocar un incendio.
Pero para poder interpretar así la realidad, el presidente del Gobierno y líder de los socialistas tendría, por ejemplo, que hacer gestos a los herederos de los terroristas, como ofrecerles desde la tribuna sus condolencias por la muerte en prisión de un pistolero. O qué se yo, tender formalmente la mano a los representantes de un partido cuyo líder estuviera cumpliendo condena por sedición para intentar pactar unos Presupuestos "progresistas"... Situaciones rocambolescas e impensables, claro.
Cuando Sánchez dijo este miércoles en el Congreso de los Diputados que descontaba de su ecuación a Ciudadanos por facha, varios medios de comunicación coincidieron en calificar sus palabras como un "desprecio" y una "humillación" a Inés Arrimadas. Pero en ese momento, justo en ese momento, de quien me acordé yo fue de los Botín, Florentino, Pallete o Fainé, con quienes el presidente se reunió la semana pasada para garantizarles "estabilidad".