Esta semana vi Las niñas, de Pilar Palomero -Mejor película española en el Festival de Málaga- y no lloré como una niña, sino como una mujer. Eran lagrimillas de hembra rabiosa en los cines Ideal, mientras en Madrid caía la mundial y una tiritaba un poco debajo de la mascarilla, maldiciendo las cosas, el orden del mundo, la frigidez de las autoridades y la crueldad de los tiempos recientes -que es también la crueldad de ahora mismo, la crueldad del mientras tanto, porque aunque el relato esté ambientado en 1992 y tenga casi mi edad, cuenta casi treinta años de historia sombría de España-.
Digo que lloré como una mujer no porque ese patrimonio acuoso de la pena sea cosa de las chavalas, sino porque sabía bien de qué hablaba la película: la he vivido en mis carnes. El cuerpo femenino es un espacio cargado de violencias, una página garabateada donde se explica el mundo tal y como lo hemos conocido: el pudor insoportable del pecho creciente, del primer sujetador y sus cargas simbólicas, el instante inédito de libertad al subirse con un chaval a una moto, las manos diminutas asidas a su espalda, el viento en la cara, la hostia rotunda de la madre, la mirada censora de las monjas, los cuchicheos en el colegio, las inmensas preguntas, los discos nuevos y las canciones problemáticas sobre el fin de semana y la putrefacción de las normas, sobre la vida que venía a recibirnos y a la que le teníamos terror y ganas, todo al mismo tiempo.
La culpa nos llegó siempre por adelantado, antes de ser realmente culpables -mejor: responsables- de nada: qué espeso ese rubor por no sé qué, por tener un coño entre las piernas -“tápate las vergüenzas”-, por la cadera acuciante, por el pezón endureciéndose, por sangrar, por no sangrar, por desear algo o por no hacerlo, por querer estar guapa -¿qué es estar guapa?-, por no intentar estarlo, por buscar ser mayor de un salto, a golpe de pintalabios y de cigarro secreto, con tos y con lache, creciendo tosco y raro, alargándonos las piernas por las noches.
Nos acusaron de tener curiosidad: se enfadaron con nosotras en el colegio y en la casa. Se enfadaron en el recreo. Nos llamaron díscolas, cuando no “putas”. Todas las mujeres tenemos una cita primera con la palabra “puta”, con la palabra “guarra”: un encontronazo conceptual. A mí me lo llamaron cuando aún era virgen: fíjense si era antiguo, si era ancestral y ecuménico el reproche.
Santas no íbamos a ser, porque amenazábamos con abrazar los placeres materiales, así que no nos quedó más arquetipo literario que ése. Putas nosotras, putas nuestras madres, putas nuestras abuelas; porque se dejaron, porque mancharon su honra, porque se abrieron de piernas ante España, este país sin dioses pero con estatuas de dioses, que diría Panero, este país de putas que adora a las vírgenes en los templos.
La experiencia de la niña de la película, Carla, se mezcla con la de la madre con parquísimos diálogos que lo revelan todo: cómo gritar que nos están insultando, que nos humillan todo el tiempo, cómo gritar que nos están juzgando en la vieja España del recato y el silencio y que nos siguen usando en la nueva España moderna de las mentiras, digna sólo para ellos. Cómo sobrevivir -antes- al corrillo, al pueblo, al mentidero. Cómo sobrevivir ahora a poner precio a nuestro cuerpo. Y entonces, en medio de la confusión, la rebeldía. La minúscula y tímida rebeldía -no era posible otra-, que se canjea en la escena final más emocionante del año -y que no les revelaré para no joderles la hermosura-.
Qué extraño cómo pasó el tiempo, cómo nos arrolló con su educación esquizofrénica: siento que ahora en 2020 conservamos aún parte de esas taras machistas inoculadas hasta en las canciones infantiles -“soy capitán de un barco inglés y en cada puerto tengo una mujer; la rubia es, la rubia es, fenomenal, fenomenal, y la morena tampoco está mal”-, pero a la vez la corriente de la hipersexualización nos lo está dejando todo lleno de pringue.
Hemos pasado de la censura más nacionalcatólica y rancia a una nueva caspa, la de de la mercantilización del cuerpo femenino, la del imperativo de que debemos construirnos como mujeres a partir de nuestro atractivo sexual porque es lo que más cotiza. La consigna de que, de ser algo, somos nuestra juventud, nuestra belleza y nuestro desnudo. Interesa más, siempre interesó, nuestro culo en Instagram que nuestro discurso. Que nuestras ideas.
Ahora las niñas se llaman a sí mismas “bitches” o saludan con un “aquí está tu puta” -terminología heredera del trap- porque parece que es cool, porque parece que esa es la nueva identidad que nos toca, la que se nos concede. Antes se premiaba la castidad, ahora la cosificación. Qué más da, si al final sólo nos dejan ser una cosa. Si al final nos manejan siempre.
Yo abogo por el marco infinito de modelos de mujer que podemos y queremos ser entre la puta y la santa. Yo abogo por ser escépticas frente al mercado y el ambiente, frente a las industrias del sexo, de las cirugías y la cosmética. Yo abogo por cuestionar sin excepción aquello que complace al machismo: antes, el decoro extremo, ahora, la sobreexposición del cuerpo. A veces aún quieren las dos cosas, ya saben ustedes que se ponen exigentes: señoras en la calle y putas en la cama.
Yo abogo por usar como arma arrojadiza lo que les molestó siempre, hace treinta años y hoy: que hablemos. Que pensemos. Que señalemos las viejas y nuevas afrentas. Que nos hagamos críticas y fuertes. Que les llevemos la contraria: que no guiñemos el ojo al sugar daddy, ni al putero, ni al presunto fotógrafo que nos quiere en cueros y nos llama "empoderadas" sólo cuando les enseñamos las tetas.
Contradigamos con la misma fiereza a los mojigatos reprimidos que nos prefieren convertidas en vasijas reproductoras de sus hijos, con el clítoris encarcelado por consignas religiosas -¡o, mejor, mutilado!-. Os distingo bien a todos. Siempre tengo la ceja levantada. Siempre me tendréis enfrente.