“Las normas de funcionamiento del centro están por encima de los derechos individuales”. Esa es la respuesta que recibió Pedro, profesor de inglés, de la dirección del Instituto de Educación Secundaria en el que trabajaba ¿El derecho individual prescindible? El de hablar en español ¿las normas superiores? El Proyecto Lingüístico de Centro.
Y cuando digo hablar en español no me refiero a hacerlo al impartir clase –hasta ahí podríamos llegar– sino fuera de ella, con algún alumno, un padre castellanohablante o un compañero de claustro.
Fue en el febrero de este año, en el Instituto de Educación Secundaria Sant Agustí, de Ibiza. Este curso Pedro ya no impartirá clase allí, ni presencial, ni semipresencial, ni con mascarilla ni sin ella. Por suerte tampoco habrá nadie que vigile en qué lengua habla –en los pasillos, en el patio, el sala de profesores– para reprenderle o denunciarle. Ni sentirá la presión de un claustro de profesores politizado, silente o cómplice. O por lo menos, no el de ese instituto.
Pedro no es una excepción en Baleares. Tampoco lo es el desamparo de la inspección educativa y mucho menos la respuesta del Gobierno balear (PSOE, Podemos, separatistas) complaciente ante esa situación.
Lo que marca la diferencia es que nunca se había expresado de manera tan clara, en un escrito oficial, lo que es una evidencia: hay quien sostiene que el proyecto lingüístico de un centro escolar está por encima de los derechos individuales. Con absoluto convencimiento, sin rubor, sin disimulo. Y no, no es sólo la dirección de ese instituto de Ibiza. Es el gobierno balear.
Quizás toda la situación que les cuento les parezca propia de una dictadura. Puede que si viven en una comunidad que sólo tiene como lengua oficial el español no entiendan que la lengua del Estado pueda proscribirse en todos los ámbitos oficiales sin que pase nada. Es posible que hechos como estos –puede que tan ajenos– simplemente les indignen, pero que piensen que nada tienen que ver con ustedes.
Se engañan. El principio que permite que eso ocurra, el origen de todo, está en el perverso concepto de “discriminación positiva”, y ese es de aplicación en todo el territorio español.
En este caso concreto, se prohíbe el español porque es una lengua más fuerte y de mayor implantación que el catalán –sí, así nos toca llamar a la lengua de Baleares– y por tanto, dado que ha sido una lengua “minorizada”, para que adquiera de nuevo el estatus que merece, es necesario hacer desaparecer al español como mínimo de los ámbitos públicos ¿Que se hace a costa de cercenar los derechos lingüísticos de los castellanohablantes? Ajo y agua. Es por un bien mayor.
La idea parece buena: hay colectivos –lenguas, en este caso– históricamente discriminados que necesitan un empujón para recuperar o conseguir sus muy merecidos derechos. La vía es promulgar leyes injustas en las que se violen distintos principios constitucionales y se vulneren otros tantos derechos fundamentales. Todo vale con tal de conseguir llegar al objetivo marcado. Y si éste es difuso, inalcanzable o poco mesurable, no importa. Los derechos conculcados seguirán eternamente en suspenso.
Todo aquello por lo que según la Declaración Universal de los Derechos Humanos un ciudadano no puede ser discriminado (sexo, lengua, raza, religión, orientación sexual, origen) se vuelve en contra suya en el momento en que empieza a legislarse para colectivos y uno no pertenece al adecuado, o tiene el suficiente sentido común para negarse a ser alienado. Mujeres, gays, trans, negros, latinos, musulmanes, todo vale porque depende exclusivamente de la voluntad política de quien decide quién debe ser salvado.
La igualdad ante la Ley, la presunción de inocencia, la libertad de cátedra, la de opinión, el derecho a hablar la lengua del Estado en una parte del mismo. Todo eso nada vale si se topa con el sagrado principio de la discriminación positiva.